El Mundial devora la pista y deja a IndyCar fuera de México

En un giro de acontecimientos que ha dejado estupefacta a la república automovilística, la sacra Copa Mundial de la FIFA, ese circo planetario del balompié, ha extendido su manto omnipotente sobre la Ciudad de México, devorando en su apetito insaciable cualquier otro evento que ose disputarle su supremacía. La IndyCar, con sus frágiles bólidos, ha sido la última víctima sacrificial en el altar del dios Fútbol.

Las autoridades del serial norteamericano, tras más de un año de genuflexiones y negociaciones, han tenido que admitir su derrota ante la maquinaria imparable del espectáculo deportivo global. El Autódromo Hermanos Rodríguez, ese templo de la velocidad, será reconvertido en un estacionamiento monumental para los buses de las delegaciones internacionales o, quizás, en un gigantesco santuario para la adoración de un balón.

Mark Miles, sumo sacerdote de Penske Entertainment Corp, profirió un comunicado que bien podría leerse como una rendición incondicional: “El impacto significativo de la Copa Mundial… resultó ser demasiado difícil”. Traducción: ante la elección entre el estruendo de 22 multimillonarios persiguiendo una esfera y el rugir de los motores de etanol, el mercado ha hablado. Y lo ha hecho con el contundente sonido de millones de dólares cambiando de manos.

Mientras, el héroe local, el regio Pato O’Ward, encarna la tragedia griega moderna del atleta que no puede competir en su propia tierra. Sus declarajes son un dechado de esperanza patrotica, un “seguid soñando, que yo sigo corriendo” que conmueve hasta las lágrimas. Promete seguir luchando por un evento “duadero”, como si la permanencia dependiera de la voluntad y no del capricho de los dioses del rating internacional.

Mientras México se prepara para recibir la visita sacra del Mundial, la IndyCar buscará consuelo en Arlington, Texas, donde su nuevo circuito serpenteará alrededor del palacio de los Cowboys de la NFL. Una metáfora perfecta: el automovilismo norteamericano orbitando alrededor del fútbol americano, otro deporte que devora presupuestos y atención mediática. El mensaje es claro: en el Olimpo de los deportes rentables, hay dioses mayores y dioses menores. Y los motores, al parecer, deben esperar su turno en la antesala del pantéon.

Así, entre resortes de California abandonados y promesas de futuras oportunidades, el espectáculo continúa. Pero no aquí. No ahora. El cirio del Mundial todo lo consume, y en su nombre se posponen sueños, se cancelan carreras y se relega a los héroes locales a la categoría de actores secundarios en el gran teatro de los intereses globales.

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