En un acto de sublime coherencia capitalista, el sagrado ritual de la guerra simulada se purga de toda parafernalia sentimental. El coliseo Allegiant de Las Vegas, templo moderno donde se venera al becerro de oro, será testigo este sábado de la consagración definitiva: la pelea entre Saúl “Canelo” Álvarez y Terence Crawford se celebrará, cómo no, en el vacío espiritual más absoluto.
Dana White, sumo sacerdote de la UFC y ahora coproductor de este circo, en su infinita sabiduría mercantil, ha decretado que los himnos nacionales son un estorbo para el espectáculo puro. ¿Para qué perder tiempo con cantos patrióticos que ensalzan ficciones como la nación o la identidad, cuando se puede pasar directamente al negocio? En el altar del pay-per-view, toda ceremonia que no genere dólares directamente es herejía.
Los miles de aficionados mexicanos radicados en Estados Unidos, que anhelaban un momento de catarsis colectiva y conexión simbólica con su tierra, deberán conformarse con el consuelo de ver a un hombre golpear a otro por una suma obscena de dinero. Es la perfección del sueño americano: despojar al evento de todo significado cultural para que nada distraiga del verdadero propósito: el consumo.
La tradición de acompañar al pugilista con artistas diversos—último vestigio folclórico—tambemente ha sido sacrificada en el ara de la eficiencia. ¿Qué necesidad hay de Majo Aguilar o de Carín León cuando el rugido de la multitud y el sonido de las apuestas son la única música que importa?
Así, entre aplausos, se consuma la última etapa de la evolución del espectáculo deportivo: la conversión total de un ritual cargado de símbolos en un producto estéril, empaquetado y listo para la venta global. Ni México, ni Estados Unidos. Sólo el imperio sin bandera del negocio.