El púgil purificado y la épica burocrática del antidopaje

En un giro que hubiera dejado pálido al mismísimo Jonathan Swift, el pugilismo moderno nos regala una farsa de pureza atlética digna de los anales del absurdo. Jaime Munguía, un caballero del cuadrilátero, se vio inmerso en un sublime proceso de santificación farmacológica tras ser acusado del pecado capital del deporte contemporáneo: poseer la hormonas de un simple mortal, pero en cantidades que ofendieron a la burocracia antidopaje.

Resulta que el púgil, en su inocencia primordial, había sido mancillado por un suplemento traicionero, una crema hereje o algún elixir de dudosa procedencia que elevó sus niveles de testosterona a alturas metafísicas. La solución, naturalmente, no fue una simple disculpa, sino una peregrinación científica y financiera de proporciones épicas. Su promotor, convertido en San Jorge de los laboratorios, cabalgó hacia los mejores centros de toxicología del orbe, portando reliquias sagradas: mechones de cabello, recortes de uña y un arsenal de pomadas y pócimas para su escrutinio.

El veredicto final, emitido por los sumos sacerdotes del antidopaje británico, fue una obra maestra de la jerga burocrática: el caballero no estaba en “ningún ciclo”, sino que fue víctima de una “contaminación con pregnenolona”, una sustancia tan prohibida como el agua bendita. Tras esta revelación, que requirió el envío de muestras a los confines de Francia y el uso de máquinas de la verdad, el púgil fue absuelto, purificado y devuelto a la grey de los atletas inmaculados.

Así, el deporte de los nobles demostró una vez más que la inocencia no es un estado del ser, sino un estatus que debe comprarse, analizarse y certificarse por los laboratorios adecuados. El ring le espera en noviembre, limpio de nombre y de sustancias, aunque quizá un poco más liviano de bolsillo.