El sublime arte de gobernar el fracaso con una sonrisa

En los sagrados salones del reino del balompié, Su Excelencia el Vasco Aguirre, Gran Canciller del Optimismo Oficial, ha emitido un nuevo edicto para la nación. Desde su trono, construido con victorias pretéritas y estadísticas convenientemente seleccionadas, proclama la buena nueva: el barco no se hunde, simplemente navega con un estilo innovador de “flotación selectiva”.

“El Vasco”, contemplando el abismo con la serenidad de un estadista que ya cobró.

A menos de ocho lunas del Juicio Final Mundialista, el estado de gracia del combinado nacional es tal que lleva una racha de cuatro ceremonias públicas sin rendir pleitesía a la diosa Victoria. El funcionamiento del aparato futbolístico es un enigma que desvela a plebeyos y periodistas, pero no al Sumo Sacerdote, quien ha descubierto la piedra filosofal del deporte moderno: el resultado lo justifica todo, incluso la inexistencia del juego.

“Cuando un equipo gana más de lo que pierde, es síntoma de que vas por el camino correcto”, declaró el timonel, en lo que los eruditos ya catalogan como el “Principio de la Realidad Paralela”. El estilo, el funcionamiento, la belleza del juego… simples ilusiones ópticas que ocupan espacio valioso en la mente, espacio que debe estar dedicado en su totalidad a la contemplación del marcador final, único dogma de fe aceptable.

En un arrebato de lucidez histórica, el pensador Aguirre esgrimió un argumento imbatible, extraído de los anales más polvorientos: “Nadie se acuerda cómo jugó Checoslovaquia en el 62”. He aquí la revelación suprema. ¿Para qué esforzarse en crear una épica, un legado, una identidad, si el destino último de todos los mortales —excepto uno— es el olvido? Es una filosofía profundamente conmovedora: prepararse para el fracaso con la elegancia de quien ya tiene el discurso preparado.

Así, la maquinaria perfecta está en marcha. Se ha institucionalizado la glorificación del mínimo esfuerzo, se ha canonizado la mediocridad y se ha declarado la guerra a la memoria. Mientras el barco hace agua por los cuatro costados, el capitán sonríe para la foto, asegurando que ese sonido no es el de las cuadernas rompiéndose, sino los vítores de una hinchada que, según sus cálculos, aún no se ha enterado del naufragio. El circo, al menos, tiene pan. El pan, por supuesto, es el próximo partido.

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