En un alarde de previsibilidad cósmica, los sumos sacerdotes del balompié global nos han brindado otro capítulo de esa sacra representación donde once jóvenes deben cargar sobre sus frágiles espaldas el peso de identidades nacionales enteras. El Gran Teatro del Absurdo, con su césped siempre más verde, fue testigo de cómo un colectivo de adolescentes argentinos ejecutó con precisión quirúrgica una coreografía ensayada hasta el paroxismo, logrando lo que todo Estado moderno anhela: la perfección de la programación humana.
El ciudadano Tulian, un mero instrumento de la maquinaria, disparó no un balón, sino el primer dardo narcótico para adormecer a las masas. El guardián mexicano, en un acto de sublime sumisión estética, se limitó a volar cual Ícaro moderno para embellecer la crónica visual de su propia derrota, comprendiendo quizás que en este circo lo que importa es la elegancia del gesto, no la eficacia del resultado.
La coreografía del poder
Avanzar en el marcador concedió a los representantes del Plata el derecho divino a administrar el tiempo y el espacio, dictando el compás al que debían latir millones de corazones. México, fiel a su papel de vasallo momentáneo, se dedicó al noble arte de la supervivencia, esquivando con devota humildad nuevas humillaciones mientras el reloj avanzaba implacable hacia su sacrificio ritual.
La rebelión de los siervos
Mas he aquí que tras el intermedio, donde los augures intercambiaron sus pócimas tácticas, ocurrió el milagro burocrático: el “gol de vestidor”. Esa jugada que ningún estratega puede planificar porque nace del caos controlado, del momento en que la programación falla y emerge, fugaz, el espíritu humano. Los subalternos mexicanos, dirigidos por el gran sacerdote Cariño, cometieron el sacrilegio de igualar el rito, demostrando que hasta en la más perfecta de las tiranías deportivas existe un resquicio para el imprevisto glorioso.
Así, en este mundo donde confundimos hazañas deportivas con gestas patrióticas, seguimos venerando el circo mientras fuera del estadio se derrumban los foros verdaderos. Qué sublime paradoja: celebramos que nuestros jóvenes dominen el arte de patear un balón mientras tropezamos con los problemas que realmente importan.











