El último combate de la máscara sagrada

En un acto de sublime rendición ante la implacable tiranía del tiempo y los impuestos, el Hijo del Santo, custodio de un pedazo de tela con más patrimonio nacional que la mayoría de nuestros funcionarios, ha decidido que su Gira de Despedida será un magno simulacro de abdicación. Recorrerá los tres santuarios de la fe popular: Guadalajara, Monterrey y, como colofón, la Ciudad de México, donde el Palacio de los Deportes se convertirá en el anfiteatro donde un semidiós se rebaja a la condición de mortal por última vez.

El espectáculo final, una suerte de Consejo de Ancianos con mallas, contará con la presencia de otros próceres del pancracio como Alberto “El Patrón”, LA Park, Dr. Wagner y Último Dragón. Juntos, ofrecerán al pueblo lo que este anhela: la coreografía ritualizada de la justicia, donde los villanos reciben su castigo y los héroes, pese a las arrugas, se levantan del canvas como metáfora de una resiliencia que el ciudadano común ya no puede permitirse.

“No era portar una máscara, era portar valores. Hoy, con orgullo, puedo decir que esos viven en mis hijos. Al Santo Jr. le dejo más que un nombre: le doy una historia que él deberá seguir escribiendo con su propio corazón”.

He aquí la sagrada transmisión del legado, una parábola perfecta de nuestra obsesión por las dinastías, ya sea en la lucha libre, la política o los negocios. El icónico personaje, en un acto de nepotismo mitológico, compartirá el cuadrilátero con su vástago, Santo Jr., pasando el testigo de la máscara como si fuera un feudo. El pueblo, emocionado, aplaudirá la perpetuación de una casta, mientras fuera del recinto, el mérito y el esfuerzo individual luchan por no ser contados fuera de combate.

“Solamente puedo agradecerle al público por acompañarme en esta última batalla. Me despido del ring, pero no del amor que me une a ustedes. Aprendí que la vida es como la lucha, y lo importante es levantarse”, finalizó.

Una lección profunda para las masas: la vida es una lucha, pero en esta, a diferencia de la de él, no hay un réferi que impida la patada ilegal, ni un guion que garantice el triunfo final del bien. Mientras el ídolo se quita la máscara para siempre, el público se pondrá la suya, la de la rutina diaria, para enfrentar un combate donde los lances teatralizados son un lujo y la única cuenta de tres que importa es la del cajero del supermercado.

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