La épica batalla de los dioses del marketing en el desierto

En el luminoso templo del capitalismo moderno, enclavado en el desierto de Nevada, dos semidioses del marketing deportivo se alistan para un sacrificio ritual. Terence Crawford, autoproclamado paladín de la justicia pugilística, se enfrenta a Saúl “Canelo” Álvarez, la deidad nacional mexicana con patrocinadores, en lo que los sumos sacerdotes de las transmisiones por pago por evento han bautizado como “histórico”.

La motivación principal, por supuesto, es puramente épica y no tiene absolutamente nada que ver con los cincuenta millones de piezas de plata que esperan en un altar contable en las Islas Caimán. No, “Bud” se mueve por un deseo quijotesco: convertirse en el único caballero andante en poseer todos los cinturones de cuero y metal en tres reinos distintos, un logro que sin duda impresionará a los historiadores y, más importante, a los algoritmos de las redes sociales.

“La plebe siempre me subestima”, declaró el luchador desde el sanctasanctórum del hotel Fontainebleau, un lugar donde el champagne fluye más que la sangre sudada. “Pero todas sus dudas mundanas serán resueltas en la noche del sábado, justo después de los anuncios de los patrocinadores”.

En un arrebato de humildad corporativa sin precedentes, añadió: “Definitivamente voy a ganar, pero les confieso que perder no empañaría mi legado, ni el de mi oponente. Ambos tenemos asegurado un trono en el Salón de la Fama, ese mausoleo donde las leyendas se pensionan”.

Crawford, un hombre que ha reinado en cuatro divisiones de peso (135, 140, 147 y 154 libras), busca ahora añadir el cuero cabelludo del “Canelo” a su cinturón de trofeos, una colección que ya incluye cabezas notables como las de Errol Spence Jr. y Amir Khan. “Me dijeron que consiguiera un trabajo de verdad”, rememoró con una lágrima de cocodrilo, “y yo solo les dije: ‘Véanme ahora, convirtiendo una pelea en un producto financiero derivado'”.

Con una autoestima blindada como la de un banco demasiado grande para quebrar, el pugilista de 37 años adoptó con orgullo el rol de villano corporativo que todos aman odiar. Se enfrentará sin miedo a más de setenta mil devotos del otro dios, sabiendo que, al final, sin importar el resultado, ambos bandos saldrán del estadio un poco más pobres y los promotores un poco más ricos. “Estoy emocionado de ser el menos favorito”, concluyó. “Es el papel más lucrativo”.

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