La épica burocrática del fracaso anunciado en Qatar

En los sagrados y climatizados desiertos de Qatar, donde el aire acondicionado enfría hasta las ambiciones más ardientes, desembarcó el Sumo Pontífice del Proyecto a Largo Plazo, Nicolás Larcamón. Su maleta, un prodigio de la ingeniería emocional, venía herméticamente sellada contra cualquier virus mnémico, especialmente contra el patógeno llamado “Tigres”, que tan amargamente había infectado el semestre. Su misión, bendecida por los dioses del marketing deportivo, no era la plebeya tarea de “salvar” nada. ¡Qué idea tan mezquina! Se trataba, nos explicó con la solemnidad de un estadista anunciando una nueva era, de “capitalizar una oportunidad” y “transformar narrativas”. La derrota pasada es solo un borrador mal escrito; la futura, una obra maestra en espera de su crítico favorable.

Ante el micrófono, Larcamón esculpió sus declaraciones con la precisión de un burócrata redactando un informe de incumplimiento glorioso. Reconoció al rival, el temible Flamengo, con la cortesía debida a un verdugo de renombre. “Vienen con confianza a tope”, admitió, como quien observa que el hacha está afilada. Pero su fe, inquebrantable como el contrato de un técnico en sus primeros seis meses, reside en “nuestra identidad”, un concepto etéreo y a prueba de goles que, se supone, debe bastar para trascender. La “presión” del contrario es un ruido de fondo para sordos; un factor “ajeno a su control”, como la gravedad o la ley de la oferta y la demanda. Su mundo es una esfera de cristal donde solo entran los mantras del rendimiento y el desempeño, dos dioses menores siempre hambrientos de sacrificios, preferiblemente ajenos.

Mientras, en el bando opuesto, se desarrollaba una comedia paralela de elogios pre-mortem. Filipe Luis, estratega del club carioca, dedicó flores retóricas a la víctima designada. Alabó con fruición el “mediocampo diferencial” de La Máquina, su “agresividad defensiva” y su “poder financiero muy grande”. Fue un homenaje fúnebre de una elegancia conmovedora, el equivalente futbolístico a decir “qué bien conservado está el cadáver” antes del entierro. Señaló a Faravelli como “determinante”, un adjetivo que en el argot satírico suele preceder a una brillante actuación en una derrota honrosa de 3-1.

Así, el escenario está listo para el gran ritual moderno: la reivindicación perpetua. Un equipo carga con el peso de “cambiar el guion” de su propia tragicomedia, armado con identidad y discursos de control de lo controlable. El otro, cargado de confianza y elogios sinceros (o estratégicamente condescendientes), espera para desempeñar su papel de verdugo eficiente. Y en medio, la afición, eterno coro griego, prepara ya los memes y las metáforas para la próxima narrativa que habrá que transformar, en un ciclo infinito donde la única verdad trascendente es que la maleta del técnico siempre tendrá espacio para un nuevo fracaso que declarar ajeno.

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