En un acto de profunda autocrítica y deslumbrante modestia, los sumos sacerdotes del espectáculo motorizado han decidido erigir un santuario a su propia gloria en el pulmón de la capital. No contentos con el ruido ensordecedor y la huella de carbono de sus ingenios metálicos, ahora también exigen adoración visual mediante una procesión de 60 íconos sagrados que relatan su epopeya en esta tierra de contrastes.
Federico González Compeán, oráculo máximo del evento, proclamó con la solemnidad de un general romano: “Los motores volvieron a rugir”. Una verdad lapidaria, sin duda, que eclipsa por su profundidad cualquier otro problema mundano. Así da inicio, nos informa, la “tercera era” de este circo neumático, una etapa superior definida por la velocidad, la emoción y la pasión de una feligresía que, ciertamente, no tiene comparación en su fervor por quemar combustibles fósiles a altas revoluciones.
El pueblo llano está cordialmente invitado a peregrinar junto a las emblemáticas rejas de Chapultepec, no para exigir mejoras sociales, sino para contemplar, con lágrima fácil y corazón palpitante, las hazañas de sus semidioses al volante. Allí podrán venerar la efigie de Checo Pérez, el héroe local que una vez terminó tercero, un logro tan monumental que merece ser recordado hasta que el último barril de petróleo se seque.
Y para los amantes del drama, la exposición incluye también su momento más trágico: aquel instante fatídico en el que el ídolo nacional chocó espectacularmente en la primera curva, una metáfora tan perfecta de las esperanzas nacionales que ni el más brillante de los dramaturgos griegos hubiera podido concebirla.
Es un monumento a la exageración, una catedral donde se venera la quema de dinero a 300 kilómetros por hora mientras se ignora el bache de la esquina. Una alegoría perfecta de nuestros tiempos: la velocidad como distracción, el humo como incienso y el podio como único altar donde una sociedad postiza reza por un sentido de pertenencia que no encuentra en otra parte.