En un alarde de lo que los economistas más exquisitos denominan “redistribución vertical de la riqueza”, el combate pugilístico entre Saúl “Canelo” Álvarez y Terence Crawford se erige como el nuevo templo del capitalismo deportivo. El estadio Allegiant, otrora sagrado recinto del balompié americano, se consagra como el escenario donde la fe del aficionado se mide por la profundidad de su bolsillo, prometiendo un lleno superior a sesenta y cinco mil mártires de la economía moderna.
Las Vegas, ese oasis de luces neón y quimeras en el desierto, se confirma una vez más como el feudo personal del pugilista mexicano. Un territorio donde el único dogma es la ley de la oferta y la demanda, y donde el tamaño de la arena es inversamente proporcional a la cordura de los precios. No es la primera vez que el pugilista convierte un coliseo en un altar para su gloria, pero sí quizás la más descarada.
Aunque el ritual de la venta oficial por Ticketmaster comenzó en julio, la auténtica liturgia ocurre en el mercado de la reventa, ese bazar digital donde la esperanza de ver a un hombre golpear a otro se subasta al mejor postor. Es aquí donde el sueño americano revela su verdadero rostro: un espectáculo de codicia donde el asiento de segunda fila vale lo que una vivienda digna.
El clímax de este delirio colectivo se alcanzó en la última conferencia de prensa, donde una pareja de devotos mexicanos, en un acto de fervor que bordea lo patológico, confesó haber entregado la modesta suma de cincuenta mil dólares por el privilegio de presenciar el evento. Una hazaña financiera que seguramente llenará de orgullo a sus contables y de perplejidad a sus herederos.
Para aquellos cuya devoción no alcanza tales extremos, el establishment ofrece una escalera de Jacob de experiencias VIP. Por el módico precio de novecientos noventa y nueve dólares, el creyente obtiene un pedazo de cartón conmemorativo y el derecho a empujarse entre la plebe con “acceso preferencial”. Por tres mil seiscientos noventa y nueve, se gana la entrada a un after-party y la ilusión de superioridad social. Y por la bagatela de catorce mil novecientos noventa y nueve, el sumo sacerdote te permite acercarte al sanctasanctórum para una foto ringside, el equivalente moderno de tocar la túnica de un mesías.
Mientras, en los bazares digitales de StubHub, la ley de la jungla dicta sus propias normas, con entradas que oscilan entre los trescientos diez dólares y los cuarenta mil, cifra que podría financiar la educación universitaria de un ciudadano o, alternativamente, proporcionar doce rounds de puro espectáculo. Una elección que define nuestro tiempo.
Así, entre el rugido de la multitud y el crujir de los billetes, se libra la verdadera pelea: no entre dos púgiles, sino entre la razón y el espectáculo, entre el valor y el precio, entre el deporte y su parodia más exquisita. Que suene la campana.