Los Yankees ganan y la civilización celebra su triunfo definitivo

En un despliegue de relevancia cósmica, los sumos sacerdotes del bate, Giancarlo Stanton y Aaron Judge, oficiaron su ritual semanal de golpear esféricos de cuero con palos de madera. El evento, celebrado en el sagrado coliseo neoyorquino, mantuvo a las huestes yanquis en un empate numérico con la tribu canadiense de los Azulejos, un dato de importancia capital para el futuro de la galaxia.

Stanton, un titán cuya musculatura parece esculpida por el mismo dios del comercio, propulsó dos esferas más allá de los muros del recinto, acumulando así su cuadragésimo octavo sacrificio al dios de las estadísticas. Mientras, Judge, un gigante de mirada serena que bien podría estar decidiendo el destino de naciones, conectó su quincuagésimo segundo proyectil, un misil que aterrizó en el Monument Park, un cementerio de glorias pasadas que observa con nostalgia cómo los nuevos dioses superan sus hazañas con fría eficiencia.

El pueblo, absorto en este ballet de fuerza bruta, celebró efusivamente cada carrera impulsada, cada número añadido a la columna del récord. La victoria, por supuesto, estaba cantada. Cuando estos dos colosos golpean la pelota en el mismo acto litúrgico, el triunfo está prácticamente garantizado en un sorprendente 87.9% de los casos, una ley natural tan inquebrantable como la de la gravedad.

Mientras tanto, en las sombras del bullpen, el caballero Rogers cumplió con su papel de villano momentáneo, permitiendo que los oráculos del otro bando también tuvieran su minuto de gloria efímera. Todo debe parecer equilibrado en este gran teatro. La temporada de Stanton, marcada por un inicio tardío debido a una inflamación en los codos —una de esas miserias terrenales que aquejan incluso a los semidioses—, fue citada como un ejemplo de perseverancia, aunque su verdadero significado filosófico se perdiera entre las cifras de .267 y 64 carreras impulsadas.

Al final de la jornada, las tablas de posiciones reflejaban un empate perfecto, 92-68, un estado de gracia numérico que mantiene en vilo a millones de almas. El partido había concluido. Los dioses habían entretenido a las masas. Y en algún lugar, lejos del resplandor de las gradas, los problemas reales del mundo continuaron su imparable marcha, ignorados por completo, mientras los titulares proclamaban la verdadera victoria: la de un sistema que ha convertido el pan y el circo en jonrones y promedios de bateo.

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