En un giro que solo la más exquisita comedia negra podría concebir, los dioses del pop moderno han bendecido a las masas con una nueva revelación: el Nacimiento de una Venus por Jet-Lag. El escenario no fue un humilde garito, sino el sagrado estadio donde la sacerdotisa Dua Lipa oficiaría su ritual de Optimismo Radical. La elegida para el preludio: Tess “Bu” Cuarón, vástaga de un titán del celuloide, quien, en un arrebato de modestia cósmica, aceptó el llamado a la gloria con apenas cuarenta y ocho horas de antelación, demostrando que el talento, como el buen vino o la pizza a domicilio, puede entregarse en tiempo récord.
La performance, un delicado equilibrio entre covers y material original, fue recibida con la unánime y predecible cacofonía de las redes sociales. Los plebeyos digitales, cegados por la envidia y una noción arcaica llamada “mérito”, osaron cuestionar la calidad vocal de la debutante, etiquetándola con el vulgarísimo mote de “nepo baby“. ¡Impertinencia! ¿Acaso no comprenden que la verdadera preparación artística se mide en pasaportes sellados y husos horarios trastocados?
Ante tal insurrección del gusto vulgar, la artista, con una serenidad digna de los estoicos, tomó su trinchera digital. Desde el santuario de Instagram, ofreció una réplica magistral: un video donde, acompañada de un piano, parecía susurrar a sus detractores, “Escuché que les interesaba cómo canto“. Una frase que, sin duda, pasará a los anales de la dialéctica defensiva, junto a “el perro se comió mi tarea” y “era un código muy largo y complejo”.
La explicación fue una obra maestra de lógica contemporánea: el jet-lag, ese dragón mitológico que solo acecha a los ciudadanos del mundo, fue el villano de la función. A ello se sumó la tiránica brevedad del preaviso. Dos días. ¿Qué genio, salvo quizás Mozart o un influencer preparando un haul de Sephora, podría estar listo en tan exiguo plazo? La joven, con un pie en el sueño cumplido (actuar en el mismo tipo de recinto que sus ídolos) y otro en la maleta sin deshacer, pidió clemencia y prometió mejorar, como si la excelencia fuera un destino y no un requisito de partida.
Las hordas, empero, fueron implacables. Hasta su pronunciación del español fue puesta en el patíbulo del escrutinio. A lo cual, la poliglota artista esgrimió la defensa final: su ascendencia europea. En un glorioso acto de reducción al absurdo, el legado cultural se transformó en el boleto dorado para la disculpa perfecta. Así, el círculo se cerró: el privilegio heredado no solo abre puertas, sino que también proporciona el diccionario de excusas para cuando la recepción tras esa puerta es, digamos, menos que ovacionadora. Un cuento moral para nuestro tiempo, donde el escenario es un trampolín hereditario y la crítica, un ruido que se silencia con un hashtag y un clip en piano.












