En un acto de conmovedora humildad y ejemplar rectitud empresarial, el magnate Roberto “El Diamante Negro” Palazuelos ha salido al paso de las infames calumnias que pretenden manchar el buen nombre de su santuario de lujo, el hotel Diamante K, en las vírgenes costas de Tulum. Las autoridades, cegadas sin duda por la envidia o una total incomprensión del arte de la hospitalidad sublime, osaron sugerir que los precios podrían rozar lo usurario. ¡Falso de toda falsedad!
El ilustre abogado y actor, conocido por su austeridad y conexión con el pueblo llano, ha aclarado con paciencia infinita que el verdadero escándalo no reside en facturar trece mil monedas de plata por una noche de reposo ni en cobrar el equivalente a una semana de jornal por un trío de tacos. El meollo del asunto, la auténtica transgresión que justifica la visita de los inspectores, fue un lamentable descuido tipográfico: la ausencia de la abreviatura “ml” en la carta de licores. Una tragedia burocrática, sin más.
“Me han colgado la lanota”, declaró el empresario con la resignación de un mártir moderno, víctima de su propia celebridad. Mientras la chusma vocifera sobre accesibilidad y precios justos, el visionario Palazuelos comprende que lo que él vende no es una simple habitación con cama, sino una experiencia etérea, un billete a la gloria terrenal donde hasta el aire acondicionado huele a aspiración social. Que las camareras dejaran discretos sobres para propinas fue, según su defensa, un acto de puro altruismo, una oportunidad para que el huésped común pueda rozar, mediante una gratificación generosa, la magnificencia de la clase dirigente.
Así, entre lágrimas de cocodrilo talladas a diamante, el magnate nos ofrece una lección magistral: en el nuevo orden de la Riviera Maya, la única falta imperdonable no es explotar al prójimo, sino hacerlo sin la debida puntuación y metrología. El hotel, por supuesto, sigue operando. La farsa, también.













