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El divino espectáculo de Kylie Minogue bajo el diluvio tapatío

Una lluvia de lentejuelas y paraguas no impidió que el ritual pop se consumara en un auditorio embelesado.

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Ni el más torrencial de los diluvios bíblicos, enviado quizás por un Dios celoso de tanta lentejuela, logró disuadir a los 7,500 fieles de su peregrinación hacia el moderno templo del Auditorio Metropolitano. Su única misión: presenciar la segunda venida de la deidad australiana, Kylie Minogue, quien, tras un exilio de catorce largos años, regresaba a Guadalajara para oficiar los sagrados ritmos de su Tension Tour.

El rebaño, uniformado con sus mejores galas de plástico brillante y portando estandartes arcoíris, avanzó impertérrito bajo la lluvia, demostrando una fe inquebrantable hacia su diva pop. La gira, una cruzada global iniciada en las lejanas tierras de Perth para evangelizar con los discos sagrados Tension e iluminar con su secuela, había encontrado su congregación más ferviente.

Puntual como un reloj suizo, a las 20:30 horas, la sumo sacerdotisa de 57 primaveras apareció en un éxtasis de color naranja, iniciando el ritual con el himno “Lights Camera Action“. Sin dar tregua para el arrepentimiento, encadenó cánticos de su liturgia infinita, una veloz sucesión de beats y remixes diseñada para anular toda capacidad crítica y sumir a la audiencia en un éxtasis colectivo. La estrategia era clara: mantener el ritmo alto para evitar que algún hereje cuestionara el precio de la entrada.

“¡Buenas noches, Guadalajara!”, proclamó desde su púlpito, recibiendo una ovación que probablemente registraron los sismógrafos. “¡Qué gusto verlos esta noche! Este luchar es maravilloso”. La multitud, en pie, rugió su aprobación, sellando un pacto de noche de euforia controlada. Era el perfecto circo romano moderno, donde el pan es reemplazado por confeti plateado y los gladiadores por bailarines con abdominales marcados.

El clímax emocional, coreografiado con precisión milimétrica, llegó con la entrega de una rosa a un fan visiblemente conmovido, una imagen tan genuina como el plástico de los paraguas que horas antes los protegía. Un momento de supuesta intimidad en medio de un espectáculo masivo, una paradoja perfecta de la era del pop. “Say Something“, cantada en acústico, pretendió ser un susurro personal para 7,500 almas simultáneamente.

El gran final fue una explosión calculada de éxitos probados, con “Can’t Get You Out of My Head” como el mantra colectivo que todos corearon, liberándose momentáneamente de la tensión de sus propias vidas. Tras varios cambios de vestuario—cada uno más deslumbrante que el anterior—, el encore con “Padam Padam” selló la noche cerca de las 23:00 horas. La misa había concluido. Los fieles, exhaustos y empapados de sudor y lluvia, regresaron a sus hogares, sus cabezas aún vibrando con el beat divino, listos para afrontar otra semana de gris realidad, esperando la próxima venida de su salvadora con lentejuelas.

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