El eterno vals legal de Axl Rose y su exmánager

En un giro que nadie, absolutamente nadie, pudo prever (excepto, quizás, cualquier persona que haya seguido la carrera de la banda durante los últimos treinta y cinco años), la sacra institución de Guns N’ Roses se encuentra nuevamente sumergida en las procelosas aguas de un litigio. No es por un disco nuevo, desde luego; esa es una empresa que requeriría un milagro mayor. El conflicto, esta vez, orbita alrededor de un artefacto aún más peligroso y subversivo: un libro.

Alan Niven, un caballero que en una época pretérita, cuando el pelo era alto y los principios a menudo bajos, ejerció como mánager del grupo, ha tenido la osadía de intentar publicar sus memorias. La obra, un ominoso volumen titulado “Sound N’ Fury: Rock ‘N’ Roll Stories”, promete desenterrar los cadáveres que yacen en el jardín de las delicias de la era del “Appetite for Destruction”. Ante esta afrenta, la reacción del déspota ilustre de la banda, Su Majestad Axl Rose, ha sido tan rápida como predecible: desenvainar el acero de sus abogados.

El proceso de publicación del libro ha devenido en una farsa kafkiana. Originalmente programado para iluminar las mentes en julio de 2025, su lanzamiento fue primero pospuesto hasta septiembre y luego exiliado al lejano marzo de 2026. La causa, alega Niven, no es la pereza del editor, sino una campaña de terror legal orquestada desde el trono del Sr. Rose, quien invoca un arcaico y polvoriento “acuerdo de confidencialidad” firmado en 1991 como si fuera un pergamino sagrado que le concede derechos de censura perpetua.

Niven, con la paciencia de un santo y el rencor de un rockero despechado, ha soltado la lengua. “Axl parece olvidar que en 1986 nadie quería manejarlo”, declaró, recordando aquellos días gloriosos en los que, según su relato, transformó a una banda de alborotadores indomables en una máquina de imprimir billetes, llegando a vender el mítico Wembley Stadium. “Lo que tenemos aquí es una falta de aprecio”, sentenció, subestimando grotescamente la situación. No es falta de aprecio, querido Alan, es la aplicación de la primera ley del rockstar megalómano: toda historia es mi historia, y sólo yo puedo contarla.

Los documentos judiciales pintan un cuadro de amenazas legales lloviendo sobre Niven y su valiente editor canadiense, ECW Press. El exmánager sostiene que aquel acuerdo de antaño no era un contrato, sino un simple “arreglo” para vender sus “derechos de comisión perpetua”. Una distinción jurídica fascinante que, en el circo de los tribunales, equivale a discutir sobre el número de ángeles que bailan sobre la cabeza de un abogado.

La raíz de este enredo se remonta a 1991, cuando el cantante, en un acto de pura voluntad soberana, decidió que el grupo no avanzaría ni un milímetro más mientras Niven estuviera en la foto. Así se quebró la alianza que forjó uno de los discos más vendidos de la historia del hard rock. Para colmo de males, Niven ha lanzado otra bomba: acusa a Rose de acaparar el control financiero de la banda, asegurando que el vocalista se embolsa un regio cincuenta por ciento de todos los ingresos. Una distribución que haría palidecer de envidia a un monarca absoluto del siglo XVIII.

En resumen, nos encontramos ante un espectáculo sublime: un hombre que anhela contar su verdad y otro que se erige en el guardián único de la narrativa oficial, librando una batalla épica no en un escenario, sino en el más mundano y burocrático de los juzgados. El rock and roll, al parecer, no está muerto; sólo está en libertad condicional.

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