Espectáculos
El Gran Aquelarre Nostálgico del Coloso Reformero
Un delirante aquelarre ochentero donde la nostalgia se vende como panacea para las masas desmemoriadas.

El Gran Aquelarre Nostálgico del Coloso Reformero
En el sagrado recinto del Auditorio Nacional, ese Panteón de la vanidad capitalina, se celebró anoche el ritual anual de la amnésia colectiva programada. Los sumos sacerdotes Emmanuel, Mijares, Yuri y Lucero oficiaron la misa laica donde se transustanció el vino barato en nostalgia premium y las hostias fueron reemplazadas por billetes de quinientos.
Lo que en otros contextos se llamaría cartelazo desesperado, aquí se bautizó como “complicidad entre amigos“. ¡Qué conmovedor! Cuatro astros que en sus mejores tiempos no se habrían ni pasado el salero, ahora unidos en santa compaña para exprimir hasta la última lágrima rentable de un público que confunde memoria afectiva con terapia de electroshock melódico.
El espectáculo—permítaseme la herejía—comenzó con el obligatorio apagón lumínico, ese momento mágico donde miles de adultos funcionales regresan a su estado larval de adolescencia perpetua. Un popurrí melódico sirvió de aperitivo a este banquete de revolución conservadora disfrazada de baile. Los cuatro jerarcas emergieron con atuendos que brillaban más que sus carreras en la última década, una metáfora visual perfecta: mucho lustre, poco contenido.
La velada prosiguió con el predecible intercambio de duetos calculados—¡oh, sorpresa! Lucero y Mijares cantando sobre tácticas de guerra marital—y anécdotas tan rehechas como el chicle del suelo. Cada canción, un misil teledirigido al centro sentimental del bolsillo de los asistentes. Cada interacción, un simulacro de espontaneidad coreografiado hasta el último parpadeo.
El clímax de este sínodo de lo irrelevante llegó con la sección acústica, ese momento donde los artistas demuestran que pueden tocar instrumentos reales—o al menos fingirlo con convicción. Lucero dedicó “Electricidad” a sus fans, en un alarde de ironía involuntaria: cantando sobre chispas mientras el espectáculo era puro cortocircuito intelectual.
No podía faltar la aparición estelar de Lucero Mijares, la viva encarnación de un tratado de paz dinástico entre dos reinos pop en decadencia. Su presencia certificaba que esto no era un concierto, sino un acto notarial con coreografía.
El colofón fue un medley final que sonó a banda sonora del hundimiento del Titanic, pero con mejor iluminación. Cuando los últimos acordes de “Toda la vida” se apagaron, quedó la sensación de haber presenciado algo grandioso: el perfecto embalsamamiento en vivo de cuatro décadas de cultura popular. El público salió eufórico, habiendo pagado gustosamente por su propio lobotomización auditiva. La nostalgia, señores, es el opio del pueblo que ya no cree en el futuro.

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