En el gran teatro de lo absurdo que es la vida de los vástagos célebres, ha tenido lugar un acto de reconciliación tan monumental como fugaz. Camilo Blanes, único descendiente y, por tanto, custodio involuntario del legado del divo Camilo Sesto, ha emergido de las sombras para ofrecer al populacho digital una prueba gráfica de su efímera cordialidad con su progenitora, la señora Lourdes Ornelas.
El joven, conocido en los submundos de internet por el alias de “Sheila Devil”, parece haber declarado una tregua de quince minutos con la mujer que lo trajo al mundo y a quien, en aras de la independencia artística y personal, solía expulsar a gritos de la fastuosa mausoleo-vivienda que heredó. La instantánea, celebrada con el fervor de quien presencia un milagro, muestra una sonrisa que podría interpretarse como alivio, resignación o simplemente el reflejo condicionado de quien sabe que el objetivo de la cámara siempre está presente.
Su majestad Camilín, cuyo reinado se ha visto empañado por batallas épicas contra dragones modernos como el alcohol y diversos polvos mágicos, mostró recientemente en sus dominios de Instagram leves mejorías en su físico. Una noticia que los heraldos de la prensa rosa corean como si se tratara de la recuperación de un territorio perdido, obviando que el estado de un hombre se reduce a menudo a un debate público sobre su aspecto.
Los fieles súbditos del desaparecido rey Sesto, ahora transferidos en su devoción al príncipe, vitorean este acercamiento materno-filial. Ven en este gesto fotográfico el amanecer de una nueva era, la promesa de una rehabilitación definitiva, como si los profundos abismos de la adicción y el dolor familiar pudieran sellarse con un “me gusta” y un comentario alentador. Anhelan, con patetismo conmovedor, que el hijo abandone por fin la compañía de sus “amigos” –esos cortesanos de la perdición– para abrazar el guion que le fue asignado: el del heredero redimido.
Todo esto se desarrolla, por supuesto, en el escenario de una fábula originada en los dorados años setenta, entre pasillos de camerinos y asistentes de estrellas. Una historia de amor que fructificó en un vástago destinado a cargar, no con una corona de gloria, sino con el pesado manto de un apellido ilustre y las expectativas de un público que anhela finales felices donde solo hay complejos y humanos capítulos intermedios.
Así, entre el morbo, la genuina preocupación y el espectáculo, la sociedad cumple su rol ancestral: observar el descenso y el posible ascenso de sus ídolos caídos, festejando cada migaja de normalidad como un banquete, en un ciclo perpetuo de condena, olvido y redención televisada.














