El Hombre Pijama y el Gran Teatro del Orden Público
En el sagrado recinto de Universal Studios, nuevo Vaticano de la religión contemporánea, el sumo sacerdote Johnson Wen, conocido como El Profeta del Pijama, cometió la herejía suprema de tocar a la deidad terrenal Ariana Grande durante su procesión por la alfombra amarilla. Su crimen: interrumpir el meticuloso coreografiado ritual del espectáculo con un acto de genuino, aunque patético, fervor.
Las autoridades del estado-nación de Singapur, ese paraíso de la higiene social donde hasta una sonrisa fuera de lugar puede ser considerada un delito contra el orden público, han decidido hacer del Profeta del Pijama un ejemplo aleccionador. Lo acusan formalmente de “alterar el orden público”, un concepto tan elástico en la moderna teocracia legal que podría incluir desde estornudar en dirección a un funcionario hasta respirar a un ritmo no autorizado.
El devoto enfrenta ahora la perspectiva de pagar una multa de 2 mil dólares singapurenses o sufrir tres meses de reclusión en una celda donde, presumimos, deberá usar un uniforme carcelario que, irónicamente, se parecerá mucho a su atuendo característico. Wen, en un acto de sumisión que honraría a cualquier cortesano del siglo XVIII, ha anunciado su intención de declararse culpable, reconociendo así la supremacía del Gran Teatro del Orden sobre los impulsos individuales.
La Coreografía del Caos
Lo que las crónicas oficiales denominan “asalto”, los entendidos reconocen como una performance de arte conceptual. El australiano de 26 años, en su obra maestra, saltó las barricadas físicas y metafóricas que separan a las divinidades pop de sus adoradores. La sacerdotisa Cynthia Erivo intervino como celestina celestial, protegiendo la integridad del ídolo de la contaminación del contacto plebeyo, mientras los guardias pretorianos del espectáculo restablecían el orden divino.
La Mitología del Pijama
Wen no es un novato en estas liturgias profanas. El Hombre Pijama ha perfeccionado el arte de infiltrarse en los santuarios de celebridades como Katy Perry y The Weeknd, siempre documentando sus hazañas para la posteridad digital. Sus abrazos no solicitados y sonrisas incómodas constituyen una crítica performática a la artificialidad de estas interacciones mediáticas, donde el valor de un humano se mide por su proximidad a un famoso.
En este gran circo posmoderno, el verdadero crimen no es saltar una barricada, sino recordarnos que detrás del espectáculo hay personas reales, tanto las que son adoradas como las que adoran con demasiado fervor. Mientras el sistema judicial de Singapur se prepara para sacrificar a este chivo expiatorio en el altar del orden, el resto podemos reflexionar sobre qué dice este espectáculo legal sobre nuestra propia adicción al espectáculo que lo provocó.














