El Met Gala rompe esquemas al celebrar por primera vez el legado de la moda negra

Spike Lee, con sus icónicas gafas naranjas y gorra de los Knicks, resumió el espíritu de la velada: “La espera valió la pena”. Por primera vez en su historia, el Met Gala no solo exhibió trajes, sino que desenterraba raíces, convirtiendo la pasarela en un manifiesto vivo. La exposición Superfine: Tailoring Black Style no era una muestra más, sino un viaje desde el dandismo del siglo XVIII hasta la revolución cultural actual, donde cada pliegue cuenta una historia de resistencia.

¿Qué ocurre cuando 400 mentes creativas —desde Madonna hasta Miley Cyrus— atraviesan un cielo de pétalos suspendidos? Se escribe un nuevo capítulo. La escalinata del MET, tradicionalmente floral, se transformó en un universo táctil, mientras las cámaras de los teléfonos se sellaban como acto radical: aquí no se compite por likes, se vive la moda.

Pero la verdadera disrupción llegó con Rihanna. Su vestido a rayas y sombrero monumental —que acunaba su tercer embarazo— no solo desafiaba la gravedad, sino los estereotipos: la maternidad como obra de arte. Mientras, diseñadores afrodescendientes como Zerina Akers redefinían el lujo, probando que la inclusión no es una tendencia, sino el futuro.

Este no fue un evento. Fue un punto de inflexión: la moda como lenguaje de cambio, donde cada hilo teje justicia social. ¿El mensaje? La elegancia no tiene color, pero su historia sí merece ser contada.

La noche cerró con una pregunta flotando entre champán y tul: ¿Y si la próxima revolución de la moda no se diseña en ateliers, sino en las calles que inspiraron estos looks?