En un giro narrativo que haría palidecer a los guionistas más cursis de telenovela, el documental “Mon Laferte, te amo” nos presenta una alegoría perfecta del Sueño Americano, pero en su versión tropical y con mariachi. La tesis es simple y se repite con la solemnidad de un dogma: Chile es el valle de lágrimas, el origen del “drama real, profundo y doloroso”, mientras que México se erige como el edén redentor, la tierra prometida donde las canciones dejan de ser llanto para convertirse en billetes.
El productor Jaime Villarreal, en declaraciones que parecen extraídas de un manual de relaciones públicas para embajadas, no se cansa de martillear el mensaje. Según su sagrada visión, la artista no encontró en México simplemente un público, sino un “espacio de reconstrucción, de respiro y de reconfiguración creativa”. ¡Magnífico eufemismo! En el lenguaje común de los mortales, a esto se le llama “huir de un lugar donde no triunfabas para reinventarte en un mercado más grande y afectuoso”. Una estrategia geopolítica-artística tan vieja como el cine mismo, pero que ahora se viste con el traje de la epifanía espiritual.
La obra, disponible en la gran catedral global del entretenimiento pasivo (Netflix, para los íntimos), se ancla en el presente con dos pilares tan comerciales como fotogénicos: la maternidad y la gira internacional. ¡Qué oportuno! Así se evita el peligroso abismo de convertir el film en un “archivo cerrado” o, peor aún, en un ejercicio de crítica introspectiva. Para qué indagar en las complejidades de la industria musical, las presiones del estrellato o la fabricación de identidades cuando puedes mostrar a una artista “en plena transformación” entre cambios de pañales y backstages. El equilibrio, nos advierte el oráculo productor, es fundamental: “si una parte es más atractiva, el público quiere ver solo esa”. He aquí la verdadera filosofía del documental contemporáneo: una cuidadosa dosificación de trauma y triunfo, calculada al milímetro para mantener al espectador en un cómodo vaivén entre la lágrima y el aplauso.
En este relato, México ya no es un país con problemas sociales, desigualdad o una compleja industria cultural. No, señores. Es el sanatorio emocional de lujo para artistas extranjeros, el lugar mágico donde el “dolor acumulado” encuentra una “nueva salida” directa a las listas de éxitos y a los algoritmos de streaming. Una narrativa tan reconfortante para la autoestima nacional como superficial para entender los verdaderos mecanismos del exilio, la adaptación y el éxito comercial. Swift u Orwell, desde sus tumbas, sonreirían ante esta fábula moderna donde la redención personal se mide en escenas bonitas, popularidad radial y la bendita aprobación de un algoritmo.













