El regreso épico que olvidó la ética

El regreso épico que olvidó la ética

En un espectacular ejercicio de amnésia colectiva institucionalizada, el santuario musical conocido como La Oreja de Van Gogh ha proclamado el retorno de su mesías original, Amaia Montero, después de dieciocho años de peregrinación en el desierto de las carreras en solitario. La anunciación vino acompañada del inevitable tour triunfal y promesas de nuevo material discográfico, porque en el reino del espectáculo, la nostalgia es la moneda de cambio más valiosa.

Mediante un videomensaje cuidadosamente coreografiado, los sumos sacerdotes del grupo -Álvaro Fuentes, Xabier San Martín y Hartiz Garde- revelaron el gran misterio que todos los oráculos musicales venían presagiando: el retorno a la formación primigenia, aquella que los puristas consideran la única legítima. “Volver al santuario de los ensayos y comprobar que el tiempo se había congelado en espera de nuestro regreso, unir nuestros instrumentos nuevamente y sonreír incrédulos: ¿acaso estamos soñando?”, proclamaron con la solemnidad de quienes acaban de descubrir la piedra filosofal del marketing musical.

El mensaje apocalíptico incluía imágenes de los elegidos practicando una composición inédita para sus acólitos. La revelación divina incluyó la confesión de que, desde hace aproximadamente un año, han estado celebrando conciliábulos secretos no solo para evocar viejos demonios, sino para engendrar nuevos himnos. Milagrosamente, la alquimia sonora que dominaban hace tres décadas permanecía intacta, como un legado ancestral esperando ser despertado.

La partida de Leire Martínez, quien durante dieciséis años ocupó el trono vocal con notable éxito pero escaso poder creativo, ahora se revela como el sacrificio ritual necesario para el retorno de la profetisa original. Los jerarcas del grupo finalmente admitieron lo que las redes sociales sospechaban: todo formaba parte de un plan maestro de restauración que haría palidecer a cualquier estratega político.

Mientras, el guitarrista Pablo Benegas protagoniza lo que podríamos denominar el “exilio voluntario” más conveniente de la historia musical reciente. Los altos mandos explicaron que el músico ha decidido “atender su vida personal” -esa excusa tan manida como efectiva- aunque seguirá formando parte del consejo de ancianos de manera no especificada, en lo que parece un destierro dorado temporal.

Pero la feligresía no ha tragado enteros los dogmas oficiales. En los comentarios sagrados de la publicación, los devotos expresan su cólera sagrada, denunciando lo que perciben como una traición meticulosamente orquestada. Las revelaciones de Martínez sobre su limitada participación creativa adquieren ahora tintes proféticos, pintando el cuadro de una purga artística disfrazada de renuncia voluntaria.

Las perlas de sabiduría popular incluyen joyas como “Me encantaría alegrarme” -el epitafio perfecto para la fe perdida- o la sugerencia de rebautizar la agrupación como “El Beso de Judas“, en un ejercicio de sarcasmo que Jonathan Swift hubiera aplaudido. “Un año después… muy elegante todo”, rezaba otro comentario, destilando esa ironía española que sabe poner en su sitio tanto a políticos como a artistas.

El mensaje final del grupo sobre “noches mágicas” y “hechizos inolvidables” suena particularmente hueco cuando la magia se ha logrado mediante trucos de despacho y la hechicería incluye despidos estratégicos. En el gran teatro del negocio musical, parece que hasta los finales felices deben negociarse con la sangre de alguno de los protagonistas.

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