En un giro que nadie anticipó, pero que todos consumimos con avidez, el Gran Consejo de la Televisión Nacional ha emitido un fallo definitivo sobre los desayunos, las cenas y, en general, la gestión emocional de una familia que no es la nuestra. La Suma Pontífice de la Pantalla Chica, desde su trono de ratings, ha dictaminado con la sutileza de un martillo pilón que la gratitud filial debe medirse en metros cúbicos de sustento proporcionado, y que toda disidencia doméstica es, por definición, un acto de alta traganza.
El caso, conocido en los anales del circo moderno como “La Rebelión de la Hija Agradecida”, estalló cuando una vástaga osó cuestionar, no el amor materno, sino el timing romántico de su progenitora. La respuesta del establishment del espectáculo fue inmediata y pedagógica: una lección magistral transmitida por cadena nacional sobre economía afectiva, donde se estableció el precio exacto, en comida y vestido, del derecho a tener una opinión propia. La máxima era clara: mientras vivas bajo el techo del patrocinio parental, tu boca solo debe abrirse para recibir el maná, no para emitir juicios.
El progenitor de la acusada, un hombre que hasta ayer solo era famoso por interpretar a otros, cometió el error garrafal de saltar al ruedo en defensa de su cría. Su crimen: utilizar la lógica y pedir respeto. ¡Respeto! En el reino del escándalo fabricado, tal noción es tan subversiva como pedir silencio en un estadio de fútbol. El hombre alegó, con una inocencia conmovedora, que poseer un programa de alto impacto no confiere omnisciencia ni licencia para el baldazo moral. ¡Herejía!
La Suma Pontífice, con el ceño fruncido que otorgan décadas de repartir sentencias a la hora de la comida, no solo desestimó la apelación, sino que amplió la condena. Declaró que el apoyo paterno era “lo más triste” y, en un destello de diagnóstico psiquiátrico televisivo, sentenció a padre e hija con el veredicto más temido en la era digital: la etiqueta de “tontos”. Así, el debate quedó zanjado. No por argumentos, sino por decreto de audiencia.
El progenitor, acorralado en su camerino, lanzó su último misil: la acusación de ser el origen del “ódio cibernético”. Señaló, con el dedo tembloroso del que descubre la pólvora, que convertir la vida ajena en contenido tiene consecuencias reales. Su error fue creer que en el gran teatro del morbo, alguien está interesado en las consecuencias. El espectáculo debe continuar, y los látigos de los comentarios son solo el sonido de la ovación.
Así, ciudadanos, aprendamos la lección. En la nueva república del espectáculo, los tribunales no están en los palacios de justicia, sino en los estudios de televisión. Los jueces visten con trajes de presentador, las pruebas son clips virales, y la sentencia se ejecuta en tiempo real con un ejército de cuentas anónimas. Tu vida privada es de dominio público, tu dolor es nuestra entretención, y tu disenso, un acto de ingratitud que debe ser corregido con una regañiza transmitida a millones. ¿A qué te dedicas? ¿Dónde trabajas? La única respuesta válida es: en alimentar el monstruo.












