Espectáculos
Enrique Guzmán desmiente rumores sobre la salud de Alejandra
El cantante desmiente versiones y aclara el verdadero estado de su hija, la Reina del Rock.

En el vasto y surrealista circo mediático nacional, donde la salud de las figuras públicas se convierte en un espectáculo de realidad distorsionada, el patriarca de un clan rockero, don Enrique Guzmán, se erigió como el heraldo oficial de la verdad incontrovertible. Desde el escenario de su Caravana del Amor, un espectáculo que promete más redención que un telepredicador de feria, el cantante desplegó un diagnóstico tan preciso que hasta los galenos de la Real Academia de la Medicina se habrían ruborizado.
Con la solemnidad de un estadista anunciando la paz mundial, don Enrique desgranó, uno a uno, los males que aquejan a su vástaga, la eterna Reina del Rock. Resulta que el único exceso de la artista es una hipertensión y una molestia cervical, un padecimiento tan común, según su progenitor, como el resfriado de un mortal cualquiera. “A la gente que empieza a crecer”, sentenció el sabio, reduciendo una intervención quirúrgica a la simpleza de mudar los dientes de leche. ¡Oh, sublime sabiduría médica surgida de las tablas de un escenario!
Y he aquí que la mano lesionada, esa que tantos susurros malévolos generó, no fue más que el resultado de un golpe fortuito. Nada de dramas existenciales, ni de gestos de angustia. Un simple percance que, atendido con la premura que la realeza del rock merece, fue solucionado con la precisión de un relojero suizo. La máquina de fabricar mitos, es decir, la prensa, había vuelto a fallar.
Pero el acto culminante de esta ópera bufa fue la negación, con mayúsculas, de la gran sombra que siempre acecha: el retorno a los nefastos elixires. “No ha vuelto a beber”, proclamó el padre, esculpiendo en piedra una verdad que, por supuesto, no admite réplica. La artista está “feliz”, una palabra tan absoluta y definitiva que debería ser registrada como marca patentada de esta saga familiar.
Ante el interrogante final, el de la reconciliación con su propia descendencia, don Enrique esgrimió el escudo definitivo de la intimidad familiar. Un asunto tan privado que, por supuesto, no puede ser profanado por la plebe informativa, aunque previamente se haya diseccionado cada minucia de una operación de cervicales ante los micrófonos. Una sublime lección de coherencia en el reino del absurdo.
Así, entre declaraciones médicas y negaciones categóricas, se escribe otro capítulo en la epopeya nacional, donde la salud de unos pocos se convierte en el pan y circo de todos, convenientemente aclarada entre canción y canción de una caravana que, irónicamente, promete amor, pero genera tantos debates como un consejo de ministros.

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