La caída final de un hombre construido sobre apariencias
En un giro que la más exquisita pluma satírica no se habría atrevido a concebir, Ben Duncan, sumo sacerdote de la irrelevancia contemporánea, ha protagonizado su acto final más dramático: un salto al vacío desde las alturas de la ilusión social. Este paladín de lo intrascendente, cuyo mayor logro fue permitir que millones de compatriotas presenciaran su existencia a través del ojo divino de Big Brother, encontró su epílogo en el pavimento londinense, a treinta metros de su último cóctel.
El hombre que una vez compartió oxígeno con la futura realeza británica en los sagrados claustros de la Universidad de St. Andrews—donde se forjan los destinos de imperios y las carreras de quienes se jactarán de haber estado cerca—, demostró con su desenlace que incluso los más altos peldaños de la escalera social conducen, eventualmente, al mismo suelo nivelador.
La respuesta del establishment
El aparato estatal se movilizó con la solemnidad que merece la partida de un miembro de la aristocracia del espectáculo. Una flota de salvamento—ambulancias, paramédicos, equipos de trauma y especialistas en áreas peligrosas—acudió al rescate de un hombre que ya había rescatado su nombre del anonimato mediante el noble arte de convivir con desconocidos ante las cámaras. Las autoridades, en un ejercicio de perspicacia jurídica sin precedentes, declararon el suceso “inesperado pero no sospechoso”, descartando así cualquier indicio de que la gravedad terrestre pudiera tener intenciones criminales.
El testimonio de los devotos
En el panteón digital donde hoy se venera a los difuntos, amigos y conocidos ofrecieron sus plegarias al hombre del “encanto”, la “risa contagiosa” y el “alma de la fiesta”. Un devoto cercano reveló que, en sus últimos años, el otrora efusivo socialité se había tornado reservado y padecía insomnio—quizás el único estado de conciencia que le permitía discernir entre la sustancia de una vida y su sombra proyectada en pantallas.
El momento que “cambió el rumbo de la monarquía”
Duncan, testigo ocular del nacimiento de un romance real, legó a la posteridad su relato del momento fundacional: un vestido “casi transparente” que hipnotizó a un príncipe y, según su autorizada perspectiva, alteró el destino de una institución milenaria. En el gran teatro del mundo, algunos hombres actúan; otros, como Duncan, tienen el privilegio de observar desde butaca de primera fila y contarlo después en programas de televisión.
La polifacética carrera de la celebridad moderna
Además de su consagración en el templo de la televisión basura, este renacentista de lo superficial cultivaba con esmero sus conexiones con el poder. Mantuvo vínculos con eminencias como el estratega político Lord Peter Mandelson y el diseñador Nicky Haslam, demostrando que en la era contemporánea, la influencia se mide no por lo que se hace, sino por a quién se conoce—y por cuántos pueden atestiguar ese conocimiento.
Así termina la fábula de un hombre que escaló hasta el séptimo cielo de la sociedad solo para descubrir, demasiado tarde, que las alturas—tanto las arquitectónicas como las sociales—conllevan un riesgo proporcional a su elevación. El sistema que celebra lo efímero ha perdido a uno de sus más fieles servidores, mientras el resto de nosotros seguimos contemplando el espectáculo.













