El Gran Teatro de la Fe Colectiva y la Cera de la Ilusión
En un acto de caridad pedagógica digno de los más elevados moralistas, el venerable conjunto de troubadours urbanos conocido como Molotov ha ofrendado a su grey un nuevo sacramento: la efigie de sebo. Con la solemnidad de un conclave cardenalicio, los pontífices del rock compartieron la imagen de su propia apoteosis en cera, un honor reservado a los santos laicos de la patria. La grey, fiel y fervorosa, se postró ante el icono digital.
La Liturgia del Engaño y el Rito de la Caída
Mientras el Museo de Cera, ese Panteón de lo Inmóvil, guardaba un silencio sepulcral (¿acaso no todo museo es un mausoleo?), los Molochos ejecutaban su misión anual: recordar a la plebe que el Día de los Inocentes no es una mera fecha, sino el estado natural del ciudadano hiperconectado. Los fieles, olvidando que la fe mueve montañas pero también derrite cerebros, ofrecieron sus testimonios: “Yo sí me la creí”, confesó un devoto, encapsulando en cinco palabras el credo de una era.
El Espejo de Cera y la Distorsión de la Realidad
Los comentarios de la feligresía forman el coro más honesto de esta sátira. “Se ven menos jodidos que los reales”, musitó un observador, planteando sin saberlo la cuestión ontológica: ¿qué es más real, el artista de carne y hueso o su idealización en parafina? “Parecen los Moderatto”, apuntó otro, estableciendo una taxonomía pop llena de profundidad inadvertida. El colmo fue la inclusión del exorcista Carlos Trejo en la alineación, sugiriendo que quizás toda la banda, y por extensión la industria, necesite un ritual de purificación.
La Farsa como Tradición y el Ciclo de la Ingenuidad
Este sacramento no es nuevo. El año anterior, la misma congregación fue bendecida con el anuncio de una colusión sagrada con la sacerdotisa del reguetón, Bellakath. La lección, claro, nunca se aprende. La farsa se repite, los crédulos caen y el ciclo se renueva, como las estaciones o los programas de gobierno. La banda, en su infinita sabiduría, no desmiente. ¿Para qué hacerlo? La verdad estropearía el juego, y este juego es el único ritual que nos une: la celebración colectiva de nuestra propia inocencia, convenientemente reciclada cada diciembre.
Al final, la broma perfecta no es la que engaña a un incauto, sino la que revela, a carcajadas, que todos somos, en el fondo, inocentes palomitas esperando ser desplumadas por el siguiente truco, la siguiente promesa, el siguiente ídolo de cera que, derretido o no, seguiremos adorando. El verdadero museo no está en la calle; está en nuestras pantallas, y nosotros somos las figuras estáticas, perpetuamente sorprendidas.















