La corona de la justicia pesa más que la de strass

La corona de la justicia pesa más que la de strass

Una alegoría visual del solemne momento en que la pompa choca con el código penal.

En un giro que confirma que los certámenes de elegancia son, en el fondo, la vanguardia de la jurisprudencia moderna, el magnate Nawat Istaragrisil, actuando a través del sagrado canal de Miss Universe Tailandia, ha decidido llevar a los tribunales terrenales una ofensa celestial. Su adversaria: Fátima Bosch, una joven que osó interpretar un insulto donde solo había, según la versión oficial, un diagnóstico clínico-estético.

Transcurrido un mes del divino desencuentro y apenas una semana después de que la muchacha fuera ungida con la diadema suprema, la organización emitió un comunicado tan solemne como una bula papal. El documento, redactado con la precisión de un tratado de geoestrategia, busca aclarar para la posteridad el verdadero significado de la palabra “dañada”, elevándola de mero comentario a término técnico libre de toda connotación peyorativa.

La proclama inicia con la pomposidad propia de quien anuncia una nueva encíclica: Deseamos reafirmar que el señor Nawat Istaragrisil nunca llamó a la señorita Fátima Bosch una ‘tonta’. Lo que dijo fue ‘dañada’, lo que es claramente audible en las notas de voz que han estado circulando. He aquí la piedra angular del conflicto: en el reino de la belleza universal, la semántica es un campo de batalla donde “tonta” es un delito de lesa majestad, mientras que “dañada” parece ser una observación pedagógica, casi benevolente.

El núcleo de la acusación, transcrito con devoción notarial, fue una admonición ejemplar: Si sigues las órdenes de tu director, te perjudicarás si no puedes hacerlo (difundir la publicidad), estaré muy contento de hacer el reporte que llegará a la organización. Una frase que, lejos de cualquier reproche, se erige como un modelo de liderazgo constructivo y preocupación por el cumplimiento de los deberes publicitarios hacia la nación anfitriona.

El comunicado, con la lógica implacable de un silogismo escolástico, sugiere luego un motivo ulterior: la joven, en un arrebato de astucia maquiavélica, habría fabricado la polémica para atraer la atención pública y, posteriormente, beneficiarse el día de la coronación. Una estrategia tan novedosa que consiste en ganar un concurso global para, acto seguido, ser demandado penalmente por uno de sus jerarcas. La cúspide del beneficio personal.

Lo más intolerable para el orden establecido, sin embargo, fue que la ya coronada soberana siguió concediendo entrevistas, tergiversando el incidente y difamando repetidamente al señor Nawat. Es decir, cometió el pecado capital de no callar y dejar que el episodio se disolviera en el éter del espectáculo, insistiendo en narrarlo desde su propia y terrenal perspectiva.

La respuesta del establishment fue proporcional a la gravedad del sacrilegio. Ocho días después del incidente y ocho jornadas antes de la gran final —un timing de precisión quirúrgica—, Nawat Istaragrisil depositó ante las autoridades tailandesas una denuncia penal por difamación. Así, en un acto de sublime coherencia, se fusionan dos mundos: el de las sonrisas forzadas y las pasarelas con el de los códigos procesales y las audiencias preliminares. Una lección para la plebe: en el Olimpo de la belleza, la última palabra nunca la tiene el micrófono de un reportero, sino el frío y contundente peso de una demanda judicial.

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