Espectáculos
La cruda realidad tras tres décadas de excesos desenfrenados
El músico enfrenta las consecuencias de tres décadas de excesos en una reveladora y cruda confesión.

El Olimpo del Rock y su Caída Estrepitosa
En un giro argumental que ni el más audaz guionista de telenovela habría osado plasmar, el cantante y guitarrista, Tito Fuentes, semidiós del panteón roquero mexicano, ha descendido momentáneamente del Monte Olimpo de los excesos. El integrante de la banda Molotov, aquel grupo que predicaba anarquía con la ferocidad de un panfleto universitario, ha reaparecido para confesar que, oh sorpresa, vivir como un mariscal de campo en la batalla de la degeneración tiene sus consecuencias.
En una entrevista para Playboy México, publicación célebre por su riguroso periodismo de investigación entre desnudos, el músico realizó una confesión que sacudió los cimientos de la industria: resulta que después de 30 años haciendo lo que se le dio la gana, el cuerpo humano tiende a presentar una factura. Una revelación tan impactante como descubrir que el fuego quema.
El artista, cuyo estilo de vida del rock lo llevó a considerar el cuidado personal como una debilidad burguesa, ha sido sometido a la friolera de 11 cirugías. Once intervenciones quirúrgicas, un número que rivaliza con la cantidad de discos de una banda de punk cualquiera. La ironía es sublime: el mismo sistema médico capitalista que su música tantas veces denostó ha sido su tablón de salvación.
El clímax de esta tragicomedia moderna llegó con un coma inducido, un viaje gratuito al más allá que la seguridad social no suele cubrir. “Estuve muerto en vida dos días y medio”, declaró el músico, proporcionando la metáfora perfecta para describir el estado de la cultura pop actual. Despertar de ese letargo fue, al parecer, más impactante que escuchar su propia música con resaca.
La declaración más deliciosamente absurda de todas: “Molotov, al final, es parte de mi vida, los conozco antes que a mi familia”. He aquí la sagrada trinidad del rockstar: los compañeros de banda, las adicciones y el ego, una familia disfuncional donde las reuniones suelen terminar en el hospital.
Así, el profeta de la irreverencia se encuentra en un exilio forzoso, sanando las heridas de una guerra que él mismo declaró contra su propio organismo. Una parábola moderna sobre el precio de la rebeldía cuando la factura de la juventud eterna llega con intereses compuestos. El mundo espera, con morbo educado, el regreso del hijo pródigo del caos organizado.

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