En un movimiento que los sumos sacerdotes del capitalismo tardío han calificado de “inspirador”, la Suma Pontífice de la música comercial, Taylor Swift, ha decretado la creación de su propio estado televisivo. No satisfecha con dominar las ondas sonoras, la artista ha fundado el “Canal 13 de Taylor Swift” en SiriusXM, un feudo mediático donde los fieles podrán sumergirse en un bautismo auditivo las 24 horas del día, los 7 días de la semana, en preparación para la llegada de su duodécimo sagrado escrito, “The Life of a Showgirl”.
Este acto de auto-deificación marketiniana llega en un momento crucial, justo después de anunciar su epifanía en las pantallas de cine AMC, transformando los multiplexes en catedrales donde las masas podrán comulgar con su imagen. Scott Greenstein, un heraldo del conglomerado SiriusXM, profirió las palabras rituales: “Taylor Swift continúa dominando no solo el mundo de la música, sino también todos los aspectos de la cultura pop”. Una declaración que, en cualquier otro contexto, sonaría a distopía orwelliana, pero que hoy se empaqueta como un triunfo del empoderamiento femenino.
Resulta fascinante observar cómo la maquinaria de la celebridad ha perfeccionado el arte de la autoglorificación. Swift ya no necesita que la prensa hable de ella; ella es la prensa. Ya no requiere que las emisoras difundan su música; ella es la emisora. En este nuevo orden, la artista no es simplemente un producto, sino la corporación misma, el medio de comunicación y la doctrina a seguir. Es el sueño húmedo de cualquier magnate: un ser humano convertido en marca, en canal y en liturgia, todo al mismo tiempo. Una alegoría perfecta de nuestra era, donde la identidad individual se disuelve en un océano de contenido brandeado y la rebeldía se mide en unidades de venta.