En un giro que sin duda conmocionará los cimientos mismos de la civilización occidental, se ha anunciado que un vástago de un conocido mercader de emociones televisivas ampliará su patrimonio biológico. Sí, hablamos de la sagrada institución de la paternidad, ahora perfeccionada mediante los más avanzados y costosos rituales de laboratorio, accesibles, por supuesto, solo a la más exquisita y progresista nobleza.
El progenitor, un caballero cuya principal contribución a la humanidad ha sido interpretar conflictos conyugales ante las cámaras, se prepara para recibir su segunda medalla al mérito grandparental. Su heredero, en sublime unión con otro caballero, ha logrado —mediante una compleja coreografía de tubos de ensayo, contratos legales y úteros alquilados— replicar el milagro de la vida, un proceso tan natural y espontáneo como la producción en cadena de un automóvil de lujo.
El teatral anuncio del nuevo producto
La noticia fue revelada, como mandan los cánones de nuestra era, mediante una cuidadosa puesta en escena en los altares de las redes sociales. Una imagen, meticulosamente compuesta, mostraba a la feliz pareja y su primer vástago sosteniendo una ecografía, el sagrado pergamino moderno que certifica la existencia del próximo bienvenido. El mensaje, salpicado de una retórica edulcorada sobre amor puro y versiones mejores de uno mismo, servía como perfecto contrapunto publicitario a la transacción científico-comercial que lo hizo posible.
Los misterios sagrados de la fecundación ritual
Lejos quedan los anticuados métodos de la cigüeña o la semilla casual. La progenitura contemporánea entre varones es un ballet de alta ingeniería genética y gestión logística. Se requiere una donante anónima de óvulos (la Madre Biológica Fantasma), una gestante subrogada (el Templo Viviente Alquilado) y el esperma de uno de los comitentes, mezclado en el caldero mágico de un laboratorio. El embrión resultante, un producto de diseño, es entonces implantado para su desarrollo. Este procedimiento, celebrado como un triunfo de la igualdad y la tecnología, consolida elegantemente la idea de que la familia es, ante todo, un proyecto de adquisición y un derecho consumerista.
El beneplácito institucional y la hipocresía digestiva
Lo más deliciosamente absurdo del espectáculo es observar cómo las mismas estructuras que antaño hubieran crucificado a los participantes, ahora se deshacen en felicitaciones. El actor-patriarca confiesa estar “embobado”, validando así la operación con su sonrisa pública. La prensa, otrora guardiana de la moral tradicional, reporta el hecho con la misma frivolidad con que anuncia un estreno cinematográfico. La sociedad absorbe la noticia, la digiere entre un meme y un like, y se congratula de su propia tolerancia, sin detenerse a reflexionar sobre los profundos abismos éticos, las colosales desigualdades económicas y la cosificación del cuerpo femenino que este “progreso” elegantemente encubre. Celebramos la fachada de la diversidad familiar mientras ignoramos los cimientos mercantilizados sobre los que se erige. Un triunfo, sin duda, de la forma sobre el fondo, del deseo individual sobre cualquier consideración colectiva, y del espectáculo perpetuo.














