Espectáculos
La farsa cannesina arte, escándalo y reconciliación forzada
Un reparto premiado en Cannes navega la delgada línea entre el arte, el escándalo y la corrección política en la farsa hollywoodense.

La Virtud Recompensada (o el Arte de la Amnesia Selectiva)
En un giro que hubiera dejado pálido al mismísimo Jonathan Swift, el gran circo del cine internacional nos brinda una lección magistral sobre cómo lavar culpas con un poco de polvo de estrellas y el brillo cegador de una estatuilla. Nuestra protagonista, una intérprete mexicana de probada virtud, ha declarado, con la solemnidad de un oráculo moderno, que no negaría un saludo a su compañera de reparto, la autora de unas perlas racistas resucitadas por el impertinente archivo de internet.
La trama, digna de una farsa shakesperiana, nos presenta a una actriz que encarnó a un narcotraficante transgénero –porque nada dice redención como una transición de género motivada por el crimen– y a otra que buscaba a su pareja en paradero desconocido. Juntas, junto a otras reinas de la taquilla, fueron coronadas con el máximo laurel en Cannes, demostrando que el arte todo lo perdona, especialmente si genera buenos titulares y nominaciones al Óscar.
La comedia de errores se agudizó cuando, tras la nominación al premio de la Academia estadounidense, la máquina del tiempo digital expuso los desvaríos de la susodicha. La polémica consiguiente fue tan inconveniente que la artista se vio forzada a un exilio temporal de las alfombras rojas, ese santuario donde la moral es tan elástica como el pret-a-porter de diseñador.
Con una ecuanimidad que haría sonrojar a un juez de la Corte Internacional, su colega mexicana declaró: “No la odio, no le deseo mal“. ¡Magnánima concesión! Afirmó que, de encontrársela, la saludaría, porque en el reino de la farándula, la generosidad en el set borra cualquier pecado fuera de él. Es la nueva doctrina: el arte absuelve. Uno puede soltar disparates raciales en la plaza pública digital, pero si dejó la vida en el plató, todo queda perdonado entre una copa de champán y un canapé.
¡Oh, sublime ejemplo de pragmatismo! ¿Para qué buscar coherencia ética cuando se puede elogiar el gran trabajo interpretativo? Es la misma lógica que absolvería a un verdugo por su elegante técnica con el hacha. La intérprete, nominada a su propio premio nacional, el Ariel, reflexionó sobre su madurez como mujer y actriz, una madurez que, al parecer, incluye la sabia capacidad de separar al monstruo personal del artista brillante.
Mientras tanto, en la vida real que imita al mal cine, su personaje en otra cinta –una conductora del metro cuya vida se desmorona tras la desaparición de su esposo– afronta la brutalidad de un sistema que revictimiza a los que buscan justicia. Un guión tristemente común fuera de los focos, donde no hay premios que limpien las heridas ni compañeros de reparto magnánimos para perdonar negligencias estatales. Pero esa, claro, es otra película. Una que el gran teatro del absurdo hollywoodense prefiere no proyectar.

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