La herencia en llamas de una dinastía del espectáculo
En un sublime ejercicio de desapego material, la sacerdotisa de la eterna juventud Maribel Guardia se dignó a pronunciarse sobre el incendio purificador que consumió los restos de lo que alguna vez fue la propiedad de su difunto vástago, el malogrado cantante Julián Figueroa. El siniestro, ocurrido en el estratégicamente olvidado territorio de Coatzacoalcos, parece ser la metáfora perfecta del estado de las herencias artísticas.
Con la precisión de un cirujano evitando un tumor, la también cantante explicó ante la prensa que la vivienda había sido adquirida por Joan en lo que los urbanistas llamarían “estado de poética decadencia”. Según su relato, el inmueble llevaba quince años en un retiro espiritual, esperando que algún miembro de la dinastía se dignara a mirar en su dirección. “Cuando Julián la heredó”, comentó con la solemnidad de un notario, “requería una inversión que, por supuesto, no podía competir con otras prioridades existenciales. Así que el patrimonio familiar siguió su curso natural hacia la ruina”.
El valor filosófico de los escombros
En una magistral lección sobre economía patrimonial, Maribel aclaró que el verdadero valor -como en la vida- no reside en las estructuras efímeras, sino en el terreno metafísico. La propiedad, ahora convenientemente carbonizada, forma parte de la herencia de su nieto, José Julián, quien sin saberlo se ha convertido en el propietario más joven de un solar con vistas al olvido. “En su momento”, profetizó la abuela, “será el niño, o quizás su representante legal, quien decida el destino de estas cenizas familiares”.
Cuando se le preguntó por su ausencia en el lugar del siniestro, la respuesta fue un monumento al desapego material: “¿Por qué habría de ir yo? No es mi casa, esa propiedad le pertenece al infante”. Una postura que, sin duda, los estoicos más radicales envidiarían.
La danza testamentaria de los herederos
El legado póstumo de Julián Figueroa se ha convertido en una obra teatral donde cada actor defiende su papel con convicción shakesperiana. Mientras Maribel y su hijo Marco juran sobre la existencia de un testamento que convertiría al nieto en el heredero universal, la nuera, Imelda Tuñón, sostiene que el documento es tan real como el compromiso de los políticos durante campaña.
El Rancho Las Palmas se ha transformado en el MacGuffin de esta tragicomedia familiar, donde según la versión oficial fue heredado en vida, pero según la versión alterna nunca existió como herencia formal. Marco, en un giro argumental digno de telenovela vespertina, reveló que aunque Imelda fue designada albacea, decidió abdicar de tan pesado honor, delegando la responsabilidad en sus manos más capaces.
La primera audiencia en el Juzgado Noveno de lo Familiar de Cuernavaca fue descrita por el abogado de Maribel como “nada del otro mundo”, frase que en el léxico legal significa “todo está en llamas pero mantenemos la compostura”. El proceso se desarrolló con la cercanía emocional propia de una videollamada con lag: “No hemos interactuado en ningún sentido más que aquí, de lejecitos y visualmente”.
Así, entre miradas que podrían congelar el café y declaraciones que esculpen realidades alternas, la herencia de Julián Figueroa se consume no solo en llamas literales, sino en el fuego lento de los intereses familiares, mientras el verdadero patrimonio -el artístico- espera su turno para ser valorado en esta farsa testamentaria.

















