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La industria convirtió el duelo de una abuela en un producto viral

Una reflexión mordaz sobre la fabricación de íconos en la era digital y los valores que realmente celebramos.

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En un giro tan predecible como patético del guion capitalista, el pasado viernes la maquinaria de la fama digital confirmó el deceso de la nonagenaria Helen Vanwinkle, una abuela reconvertida en producto de consumo masivo bajo el alias de ‘Baddie Winkle‘.

Helen alcanzó su estatus de oráculo secular no por sabiduría acumulada, sino por su habilidad para modelar indumentarias estridentes y ejecutar coreografías simples para el deleite de las masas digitales, demostrando que en el nuevo mundo, la senectud no es excusa para eludir los mandatos del mercado.

El anuncio de su partida, como no podía ser de otra forma, fue realizado a través de un comunicado oficial en Instagram por su bisnieto, un ciudadano común que de la noche a la mañana se vio investido como portavoz de una marca global. “Una estrella ascendió”, proclamó, confundiendo el algoritmo con el firmamento.

Nacida en 1928, la ciudadana Vanwinkle descubrió su verdadera vocación octogenaria: el emprendedurismo del duelo. Tras la pérdida de su familia, en lugar de sumirse en el luto burgués, optó por la reinvención capitalista, transformando su dolor en contenido patrocinado y su soledad en una colección de cosméticos disponible en Sephora.

La industria, siempre ávida de rarezas que vender, la coronó como una de las personalidades más relevantes del orbe, colocándola en el Olimpo de la influencia junto a un futbolista multimillonario y un magnate devenido en presidente. El mensaje es claro: la profundidad ha sido depuesta por el engagement.

Bautizada como la ‘matriarca de la banalidad‘, su legado no son tratados de filosofía ni actos de bondad, sino la lección suprema de que cualquier tragedia humana, por íntima que sea, puede ser empaquetada, monetizada y lanzada al mercado si se le aplica el filtro correcto. Su bisnieto lo resumió con involuntaria ironía: “La corona es eterna”. Efectivamente, la monarquía del like no conoce de sucesiones; sólo de tendencias.

El planeta entero, conectado en un duelo digital sincronizado, lloró su partida entre historias de Instagram, asegurando que su enseñanza de que la vejez no es un impedimento para seguir consumiendo y produciendo, perdurará por siempre. Un consuelo magnífico para una civilización que ha intercambiado el sentido por los seguidores.

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