La sonrisa radiante de Gabrielle Henry en el escenario de Miss Universo 2025 se desvaneció en un instante, sustituida por el estruendo sordo de una caída y un silencio aterrador. Un mes después, mientras la ganadora, Fátima Bosch, inicia su labor social en Tabasco, las preguntas incómodas sobre lo ocurrido con la representante de Jamaica persisten con tenacidad. ¿Fue un trágico accidente o algo más? Nuestra investigación, basada en documentos oficiales, testimonios clave y un análisis minucioso de los hechos, comienza a conectar puntos que la narrativa oficial intentó dejar atrás.
Las primeras imágenes filtradas en redes sociales, que muestran a Henry siendo trasladada en silla de ruedas al aeropuerto Norman Manley de Kingston, fueron más elocuentes que cualquier comunicado de prensa. Evidenciaron no solo un delicado estado de salud, sino el inicio de un largo camino de rehabilitación. Su recibimiento, según confirmó el periodista Damion Mitchell, no fue el de una reina de belleza, sino el de una víctima acompañada por su padre, su asesor legal Marc Ramsay, y los codirectores nacionales de Miss Universo Jamaica, Carl Williams y Mark McDermott. La presencia de un abogado desde el primer minuto plantea una pregunta incisiva: ¿anticipa la modelo o su equipo acciones legales?
La Organización Miss Universo, en un intento por controlar la narrativa, emitió un comunicado detallando el siniestro. Aseguraron cubrir “en su totalidad” los gastos médicos, de rehabilitación, alojamiento y manutención de la concursante y su familia en Tailandia. El documento describe con fría precisión clínica el incidente: “una caída grave a través de una abertura en el escenario” durante las preliminares, resultando en una hemorragia intracraneal, pérdida del conocimiento, una fractura, laceraciones faciales y “otras lesiones significativas”. Pero aquí, el periodista escéptico debe indagar más allá. El término “abertura en el escenario” es vago. ¿Era una trampilla mal señalizada? ¿Un hueco dejado por un error de montaje? La falta de especificidad técnica en el informe oficial alimenta la desconfianza.
Nuestra investigación nos lleva a cuestionar el cronograma y las condiciones de seguridad del certamen. ¿Se realizaron las inspecciones pertinentes del escenario antes de que las candidatas desfilaran? ¿Existen protocolos de emergencia que se activaron de inmediato, o hubo demoras? El diagnóstico final, una hemorragia intracraneal, no es una lesión menor; es un evento traumático cerebral potencialmente mortal que requiere intervención inmediata. El hecho de que Henry permaneciera “casi un mes” en terapia en Tailandia antes de ser repatriada habla de la gravedad real, mucho más allá de los moretones y rasguños que a veces acompañan a estos eventos.
Al contrastar el regreso discreto y medicalizado de Henry con la agenda pública de la ganadora, Fátima Bosch, quien dona juguetes en un hospital infantil, se dibujan dos realidades paralelas de un mismo concurso: la del triunfo mediático y la de la consecuencia oculta. La organización, al asumir todos los costos, actúa no solo con responsabilidad corporativa, sino posiblemente con una estrategia legal preventiva.
La revelación final de esta pesquisa periodística no es solo sobre una caída. Es sobre la vulnerabilidad detrás del glamour, sobre los vacíos en los protocolos de seguridad de megaeventos globales y sobre cómo la presión por un espectáculo impecable puede, a veces, opacar las medidas más elementales de protección. La recuperación de Gabrielle Henry es lo primordial, pero la lección para la industria del certamen es clara: cada “abertura en el escenario”, literal y figurada, debe ser sellada antes de que otra vida quede en riesgo. La verdad no siempre se corona con un cetro; a veces, emerge de las sombras de una sala de terapia.


















