¿Qué sucede cuando una creación artística trasciende la pantalla y electriza el alma colectiva? La respuesta resonó en la Sala Grande del Festival de Cine de Venecia: una ovación de catorce minutos, una standing ovation que no fue mero protocolo, sino un torrente emocional que recompensó la visión audaz de Guillermo del Toro y su elenco tras la proyección de Frankenstein.
Este fenómeno no es solo aprobación; es un ecosistema de validación donde el público, en un acto casi primitivo, devuelve la vida a la obra con su energía. Del Toro, el arquitecto de sueños tapatío, con 60 años de oficio y asombro intacto, se conmovió hasta el límite de las lágrimas. Esta reacción no compite por el León de Oro; lo desmaterializa, proponiendo un nuevo paradigma donde el verdadero premio es la conexión simbiótica entre el creador y su audiencia, un recordatorio de que el cine, en su esencia más pura, es un acto de magia compartida.