En un espectáculo que hubiera hecho palidecer al mismísimo Jonathan Swift, Eleazar Gómez protagoniza el más sublime de los números de circo contemporáneo: la redención televisada de un convicto. El actor rememora con patetismo calculado la crisis existencial que supuso su estancia en el Reclusorio Norte, como si Dante Alighieri hubiera decidido escribir su Infierno desde la perspectiva del condenado que se cree injustamente castigado.
Hace cinco años, en lo que podría llamarse “El Otoño del Escándalo”, Tephie Valenzuela cometió el imperdonable error de acusar a su entonces pareja de agresión física. ¡Qué atrevimiento interrumpir la prometedora carrera de un artista con trivialidades como la violencia familiar! El actor, víctima de tan injusto proceder, fue privado de libertad durante seis meses, una eternidad para quien está acostumbrado a los focos y los aplausos.
Tras su reintegración a la sociedad -esa entelequia que tanto gusta mencionar en los realities-, Gómez descubrió el verdadero castigo: el olvido mediático. Su imagen pública había adquirido ese desagradable tufo a delincuente que tanto espanta a los productores. Optó por el silencio estratégico, guardando su historia para el momento propicio: un programa de televisión donde la exposición se cotiza al peso del oro.
Fue en el sagrado recinto de “La granja VIP” donde, ante Sergio Mayer Morí -sumo sacerdote de esta ceremonia expiatoria-, el actor se sinceró con la precisión de un guion estudiado. Su compañero, en un alarde de convincente actuación, afirmó desconocer los hechos, como si los titulares de años hubieran sido solo un mal sueño colectivo.
“Estuvo bien gacho, estaba en un lugar donde perdí todo, la voz, la capacidad de defenderme”, declaró el actor, en lo que parece ser el monólogo perfecto para cualquier obra sobre mártires modernos. Olvida mencionar, por supuesto, que su víctima perdió algo más tangible: la seguridad en su propio hogar.
La reflexión profundiza en el más puro narcisismo herido: “Yo siempre pienso que el pasado se tiene que quedar en el pasado, pero esa madre todavía me mella un poco”. Una conmovedora muestra de cómo el sistema penitenciario puede afectar la sensibilidad de quienes deben enfrentar las consecuencias de sus actos.
El colmo del dramatismo llega cuando revela que sus abogados le prometieron catorce días de reclusión, pero el destino caprichoso lo mantuvo entre rejas durante seis meses y trece días. ¡Qué crueldad del sistema judicial no comprender las necesidades profesionales de un artista!
La pieza maestra de esta tragicomedia moderna es su afirmación: “Yo no soy un angelito, pero sí fue, la neta, algo terrible”. Una confesión que equilibra perfectamente entre el reconocimiento oblicuo y la autocompasión, como si la violencia doméstica fuera un simple desliz de carácter y no un delito.
El momento cúspide llega cuando confiesa que contempló abandonar su carrera artística. ¡La ultimate sacrifice! Dejar los reflectores por los errores del pasado. Afortunadamente, su familia lo convenció de continuar, comprendiendo que en el espectáculo contemporáneo no hay mejor redención que una cámara apuntando y un público dispuesto a olvidar.
Así construye nuestra sociedad postmoderna sus héroes: transformando a convictos en protagonistas de realities, convirtiendo las condenas judiciales en anécdotas para rating, y disfrazando de terapia pública lo que no es más que el espectáculo de la impunidad dorada.













