En el gran circo de la nación, donde los trapecistas del espectáculo y los domadores de rating ejecutan sus piruetas diarias, un suceso de profunda trascendencia cósmica ha conmocionado los cimientos mismos de la moral pública: una joven osó, en el sagrado recinto de una red social, mencionar de pasada que una venerable anciana de la pantalla le había dirigido una reprimenda. El mundo, como era de esperar, se detuvo.
La trama, digna de los anales más exquisitos del absurdo, gira en torno a la Suma Pontífice de la Vida Ajena, Doña Pati Chapoy, quien desde su púlpito en Ventaneando ejerce con celo divino la custodia de los mandamientos no escritos de la farándula. Su más reciente encíclica versó sobre la herejía cometida por Melenie Carmona, una plebeya que, en un arrebato de sinceridad digital, incluyó el “regaño televisivo” entre los tribulaciones de su año. ¡Sacrilegio! ¡Ingratitud! ¡Falta de solemnidad ante el Santo Tribunal del Espectáculo!
El Dogma de la Gratitud Obligatoria y el Pecado del Tono
La doctrina chapoyana es clara y meridiana: los vástagos de las celebridades deben perpetuo agradecimiento lloroso, una servidumbre gozosa que anula cualquier atisbo de criterio personal. “Te dio la vida, el sustento y unos leggings”, corean los acólitos del programa. Por lo tanto, cuestionar aunque sea levemente la sabiduría materna al elegir un nuevo consorte (especialmente si dicho consorte es un creador de contenido cuya obra principal es existir) se convierte en un crimen de lesa majestad familiar. El verdadero problema, nos revela la sagaz analista, no fue el fondo, sino la entonación. La joven habló con un tono que delataba… ¡humanidad! ¡Emoción contenida! ¡Frustración! Elementos absolutamente prohibidos en el relato edulcorado que el público tiene derecho a consumir.
Melenie, en su insensatez, cometió el error de ser una persona real en un ecosistema diseñado para personajes. Mencionó un divorcio, acusaciones graves, colitis nerviosa y pollo frito intoxicante, confundiendo su perfil con un diario íntimo y no con el escaparate de felicidad obligatoria que le correspondía. Su padre, Arturo Carmona, otro iluso, cometió la insubordinación de defender a su progenie desde la trinchera de Instagram, pretendiendo que el conocimiento de causa fuera un requisito para opinar. ¡Qué adorable ingenuidad!
El Gran Teatro de la Conciliación Forzosa
El mensaje final de este sainedo moderno es una obra maestra de la contradicción gloriosa: “Apoya a tu mamá en privado, pero en público, sonríe y calla. Tu dolor es un bloqueo emocional incómodo; el rating de nuestro debate sobre tu dolor, en cambio, es una lección de vida”. La institución televisiva, aquella que escarba con devoción en los dramas ajenos, se reviste de repente con el manto de la discreción y el respeto familiar, dictando desde su atalaya cuándo, cómo y con qué nivel de sumisión debe uno querer a su familia.
Así, en este reino del revés, un comentario en TikTok pesa más que una acusación de violencia, la opinión de una conductora se erige en ley moral, y la complejidad de las relaciones humanas se reduce a un punto en un “balance del año” entre el pollo frito y una funa colectiva. La lección es clara: puedes reinventar tu vida, mostrar tu nuevo amor, ventilar tus pleitos, pero si tu hija no aplaude con la sonrisa adecuada, la Gran Inquisidora del Espectáculo tendrá, por supuesto, la última y definitiva palabra. El show, al fin y al cabo, debe continuar. Y la comedia, aunque involuntaria, es simplemente divina.
















