En un giro digno de las más intrincadas telenovelas de la tarde, el sagrado seno de la familia Fernández, custodio de los valores rancheros de la nación, ha sido sacudido por un escándalo de proporciones épicas: un beso. No un beso cualquiera, sino un ósculo depositado en la mejilla de Doña Cuquita Abarca, la viuda perpetua del ídolo de masas Vicente Fernández, por parte de un misterioso caballero. El mundo, como era de esperar, se detuvo en seco.
La noticia, que recorrió los vericuetos de las redes sociales con la velocidad de un rumor en un pueblo pequeño, amenazaba con derrumbar el mito de la viuda fiel que guarda luto eterno junto a una montaña de oro y recuerdos. ¿Acaso Doña Cuquita osaba buscar compañía más allá del mausoleo y la leyenda? La plebe digital se rasgaba las vestiduras.
Pero he aquí que, en un acto de deus ex machina tan conveniente como inverosímil, la verdad salió a la luz: el galán en cuestión no era un advenedizo, sino el hermano mayor de la dama. ¡Su propio tío! La familia, ese sagrado reducto de virtudes, quedaba a salvo de la mancha del romance ilícito. La pureza del clan estaba a salvo, aunque la imagen de un beso fraternal fuera suficiente para incendiar el ciberespacio nos haga cuestionar la solidez de dicha pureza.
Ante el circo mediático, Alejandro “El Potrillo” Fernández, heredero de la corona musical, fue acorralado por la prensa como un toro en la plaza. Con la elegancia de un estadista gestionando una crisis diplomática, no solo confirmó la identidad del sujeto (“es como mi papá”, declaró, en una curiosa y freudiana equiparación de las figuras paternas), sino que, con la sagacidad de un ministro de hacienda, aprovechó para establecer los únicos criterios que realmente importan en la alta alcurnia: los económicos. Al ser preguntado sobre un hipotético padrastro, el artista espetó la que bien podría ser la nueva máxima familiar: “Ojalá que sea bien billetudo”. He aquí, ciudadanos, el sueño mexicano en su más pura esencia: el amor, sí, pero preferentemente con liquidez.
Mientras, América Fernández, otra vástaga del linaje, salió al quite con la narrativa oficial: “Somos una familia súper cariñosa, súper besucona”. Una idílica imagen de armonía doméstica que, por supuesto, nada tiene que ver con la maquinaria de publicidad, negocios y legado que es la dinastía Fernández. Es solo cariño, puro y desinteresado… como el que se profesa ante una batería de cámaras.
Así, la comedia humana sigue su curso. La viuda del ídolo puede ser feliz, siempre y cuando su felicidad sea fiscalmente responsable y mediáticamente gestionada. El espectáculo debe continuar, y con él, la farsa de normalidad que envuelve a nuestra realeza contemporánea: los famosos.