La sublime farsa del conejo y el altar de la inocencia colectiva

En un acto de desbordante generosidad que sin duda responde a un profundo y desinteresado amor por el arte, el Sumo Pontífice de la Perreología, Bad Bunny, ha anunciado desde su púlpito digital un milagro moderno: un concierto gratuito en el sagrado corazón de la Ciudad de México. La noticia, transmitida con la solemnidad de una bula papal, prometía ungir al populacho con ritmos urbanos en el Zócalo, ese gran altar laico donde se venera por igual la historia y el espectáculo.

El mensaje, untado de una dulzura melosa capaz de provocar una diabetes colectiva, proclamaba un amor eterno hacia la “linda tierra” y su gente de “gran corazón”. Una narrativa conmovedora, perfectamente calibrada para el consumo masivo, donde el artista se erige no como un mero cantante, sino como un iluminado que “se inspira” en la cultura local, proceso místico que invariablemente precede a la venta de mercancía oficial y al llenado de estadios.

La coreografía perfecta de una ilusión

El comunicado, maestro en el arte de la suspensión, esbozaba un evento con “invitados especiales”, alimentando el eterno juego de las suposiciones fanáticas. ¿Sería acaso el profeta Balvin? La incertidumbre, claro está, es el condimento esencial del banquete publicitario. Se mencionaba un vago mes de enero, un espejismo en el calendario previo a compromisos lucrativos en otras latitudes, bajo el épico título de una gira cuyo nombre, “Debí tirar más fotos”, suena a melancolía prefabricada para adolescentes con teléfono móvil.

El desenlace revelado: la inocencia como mercancía

Finalmente, la máscara cayó con la elegancia de un mazo. El concierto gratuito, el amor desinteresado, la inspiración cultural, todo era parte de la gran farsa anual del Día de los Inocentes. “Pobre palomita te dejaste engañar”, rezaba el remate, una frase que trasciende la broma simple para convertirse en un espejo de la época. Aquí no se engaña a un individuo, sino a una multitud ávida de ídolos y de gestos vacíos. La promesa de un espectáculo gratuito en el espacio público más simbólico se revela como la alegoría perfecta de las quimeras que se nos venden: felicidad instantánea, comunidad fabricada, gratitud de celebridad.

El verdadero concierto, el que sí suena sin pausa, es el de la maquinaria del entretenimiento, que sabe que la esperanza de un regalo (aunque sea falso) moviliza más que cualquier discurso. Y el Zócalo, testigo mudo, sigue allí: listo para acoger la próxima ilusión colectiva, sea un conejo malo, un político o un sueño revolucionario, todos igualmente efímeros y todos igualmente coreografiados. La inocencia, al parecer, es el producto más renovable del mercado.

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