La Hora de los Valientes: Cuando la Fortaleza se Encuentra en la Vulnerabilidad
En mi larga trayectoria observando y participando en la industria, he visto cómo el arquetipo del héroe invencible ha dominado la pantalla. Por eso, cuando un proyecto como “La Hora de los Valientes” llega para cuestionarlo, reconozco de inmediato su valor transgresor. No es solo una película; es una declaración de principios sobre una nueva masculinidad.
Luis Gerardo Méndez, con quien he compartido reflexiones sobre el oficio, acierta al señalar que el verdadero coraje a menudo reside en mostrar las grietas. Lo he comprobado en sets de filmación: los momentos más poderosos no surgen de la perfección, sino de la autenticidad compartida. La educación que nos dice “los hombres no lloran” es, en la práctica, una losa que impide el crecimiento personal y profesional. Abrirse con un colega, como sugiere Méndez, puede ser tan catártico como una sesión de terapia, algo que muchos de nosotros hemos aprendido a la fuerza.
La premisa de la cinta –un psicoterapeuta (Méndez) dando consulta a un policía deprimido (Memo Villegas) en una patrulla– podría sonar absurda. Pero, como sabe cualquier creador experimentado, de la contradicción y lo surreal nace la comedia más fértil. He visto proyectos fracasar por tomarse demasiado en serio; el humor negro, bien ejecutado, es un vehículo formidable para abordar temas espinosos como la corrupción institucional o la precariedad laboral, permitiendo que la audiencia digiera verdades amargas.
La elección de Winograd para dirigir esta adaptación de “Tiempo de Valientes” (2005) no es casual. Requiere un ojo que equilibre el tono, que no trivialice el drama ni ahogue la comedia. Y el hallazgo del dúo protagónico es una lección en sí mismo. Méndez comenta que buscó trabajar con Villegas desde que coincidieron en un comercial años atrás. Esa intuición es clave en este negocio: cuando reconoces en otro actor un “timing”, una sensibilidad cómica afín, se crea una base de confianza que trasciende el guion. La química en pantalla no se fuerza; se cultiva a partir del respeto mutuo y la admiración profesional, como bien apunta el director.
Al final, más allá de las risas, la película deja una reflexión profunda que resuena con mi experiencia: la valentía no es suprimir el dolor, sino tener la osadía de nombrarlo y compartirlo, incluso –o especialmente– en los entornos más hostiles. Ese es el verdadero acto de coraje que, hoy más que nunca, necesita ser contado.













