¿Qué pasaría si la solución para interpretar la complejidad humana no estuviera en los manuales de psicología, sino en el patio de un jardín de niños? Para construir a Héctor, su nuevo rol en la película La celda de los milagros, Omar Chaparro desafió los métodos convencionales de preparación actoral. En lugar de investigar diagnósticos clínicos, se sumergió en un viaje de deconstrucción personal: estudió el comportamiento de infantes de cinco años, esos maestros inconscientes que habitan el presente absoluto y verbalizan verdades crudas sin filtro.
La cinta, que se estrena este jueves en las salas, presenta una narrativa aparentemente familiar —un hombre con una condición mental atípica, injustamente encarcelado— para luego subvertirla, revelando una fábula sobre la pureza paternal. Chaparro, conocido por sus roles cómicos, aceptó un desafío artístico radical: no interpretar una discapacidad, sino encapsular una esencia. La directora Ana Lorena Pérez Ríos le dio una instrucción revolucionaria: olvidar los estereotipos y observar la autenticidad neurodivergente que todos llevamos dentro antes de que el mundo nos condicione.
El intérprete de “No manches Frida” descubrió así una filosofía disruptiva: la verdadera innovación actoral reside en la capacidad de asombro y en la reacción genuina. Su proceso se transformó en un ejercicio de pensamiento lateral, donde conectó la espontaneidad infantil con la creación de un personaje profundamente auténtico. En escena, su dinámica con la joven coprotagonista Mariana Calderón se convirtió en un diálogo de improvisación controlada, un “juego serio” donde la niña, con indicaciones mínimas, era la brújula emocional.
“Había una secuencia sobre lavarse los dientes”, ejemplifica Chaparro. “A Mariana solo le dijeron que caminara por la tierra y que explicara por qué era importante la higiene dental. Ella soltó una razón visceral —’porque si no, salen gusanos’— y Héctor simplemente reaccionó. Mi libertad creativa consistía en abrazar lo inesperado, en reaccionar, no en actuar. Si la escena se desviaba, podíamos reiniciar. Era pura alquimia narrativa”.
Este enfoque no solo redefine la construcción de un personaje, sino que propone una metáfora poderosa: a veces, para resolver los enigmas más adultos —la injusticia, la incomprensión—, debemos desaprender y volver a la sabiduría fundamental de la infancia. La celda de los milagros no es solo una historia carcelaria; es un manifiesto sobre cómo la vulnerabilidad y la transparencia emocional pueden ser el arma más subversiva en un mundo cínico. Chaparro no interpreta a un hombre con mente de niño; encarna la pregunta de qué conservamos y qué sacrificamos de nosotros mismos al “crecer”, invitándonos a repensar la propia prisión de las convenciones sociales.












