En un giro que hubiera dejado perplejos al mismo Jonathan Swift, Joaquín Cosío, el sumo sacerdote de la rudeza cinematográfica mexicana, ha declarado su sagrada cruzada para encarnar a seres vulnerables. ¡He aquí al hombre que forjó una carrera interpretando a sicarios con más capas que una cebolla, clamando por meterse en la piel de un conejillo de Indias teatral alemán! La noticia sacudió el auditorio de Puerto Vallarta con la fuerza de un terremoto de ironía grado 9.
En lo que bien podría titularse “Los viajes de Gulliver en el planeta Hollywood”, Cosío desgranó su nuevo evangelio actoral ante un coro de jóvenes adoradores. Anhela, nos confesó con patetismo shakesperiano, interpretar a un homosexual de “complejidad impresionante”. No uno cualquiera, por supuesto, sino uno que trascienda la “caricatura vulgar y básica”. Porque en el circo de la representación, incluso la marginalidad debe tener decorum y empaque de premiación.
¡Oh, santa contradicción! El mismo hombre que construyó un imperio sobre la economía de gestos duros y miradas que podrían cortar acero, ahora busca la fragilidad como un nuevo accesorio de lujo. Es el síndrome del colonizador artístico: después de saquear todos los territorios de la masculinidad tóxica, ahora quiere plantar bandera en las tierras vírgenes de la vulnerabilidad.
Con la solemnidad de un oráculo griego, Cosío reveló el gran secreto: actuar es una “aspiración” porque el personaje perfecto siempre está “a tres metros de ti”. Tres metros exactos, como si la excelencia actoral se midiera con la precisión de un arquitecto borracho. Esta revelación místico-matemática dejó a la audiencia preguntándose qué unidad de medida divina usa para tan profunda medición.
El histrión, en un arrebato de lucidez orwelliana, procedió a dibujar la cartografía de las artes escénicas: el cine, ese medio cobarde donde “hablas con este volumen de voz”; frente al teatro, ese campo de batalla donde debemos recrear personajes de “hace 500 años”. Porque, al parecer, la vulnerabilidad moderna necesita el visto bueno de autores muertos hace medio milenio para alcanzar la legitimidad cultural.
En su epifanía final, Cosío declaró que el Ariel en Puerto Vallarta funciona como “paliativo” ante una realidad “cruenta”. He aquí la función social del arte: analgésico para las masas, opio del pueblo con mejor producción de diseño. Mientras fuera del auditorio la vida sigue su curso implacable, dentro celebramos que un hombre que hizo carrera glorificando la violencia ahora quiera llorar en escena con decoro alemán.
El colmo del esperpento llegó cuando confesó su sorpresa al ver que “jóvenes, muy jóvenes” conocían su filmografía. Como si el milagro no fuera que las nuevas generaciones descubran cine mexicano, sino que reconozcan precisamente a quien encarnó a narcos y criminales. La cultura, al fin y al cabo, como ejercicio de nostalgia guiada por el mercado.
Así termina esta farsa: con un villano profesional cansado de ser el malo, buscando su lado frágil en el gran circo de las contradicciones artísticas. Porque en el reino del espectáculo, incluso la autocrítica debe tener buena iluminación y ángulo favorecedor para la prensa.