Tras décadas observando la compleja geopolítica del Mediterráneo, he sido testigo de cómo las misiones de ayuda humanitaria a Gaza suelen convertirse en campos de prueba para tácticas de desgaste. La noticia del ataque con drones a la Flotilla Global Sumud no es un hecho aislado; es un capítulo más en un patrón recurrente donde la disuasión se ejerce en la línea difusa que separa la seguridad de la provocación. La experiencia me ha enseñado que cuando las comunicaciones fallan de forma tan generalizada y aparecen artefactos no identificados, estamos ante una operación planificada para generar caos controlado, no un incidente fortuito.
Los reportes de al menos 13 explosiones y daños en las embarcaciones, sin víctimas que lamentar, reflejan una estrategia calculada de intimidación. He visto esto antes: el objetivo no es necesariamente causar bajas humanas, sino enviar un mensaje contundente de que el paso no será tolerado. La inmediata respuesta de Italia y España, desplegando la fragata Fasan y un patrullero respectivamente, subraya la gravedad del incidente. En mi carrera, he aprendido que cuando las marinas de guerra europeas se movilizan de forma preventiva, es porque se han sobrepasado líneas rojas del derecho internacional marítimo. La declaración del ministro italiano de Defensa, Guido Crosetto, sobre la protección de las protestas pacíficas, es un principio que, en la práctica, a menudo choca con realidades geopolíticas mucho más ásperas.
El llamado de la activista Greta Thunberg a no desviar la atención de la crisis en Gaza es acertado, pero desde la experiencia, sé que la seguridad de los activistas es inseparable del mensaje. El relato de Simone Zambrin sobre los daños en las velas y la audición de los tripulantes, sumado a la interferencia en las radios VHF con música de ABBA —un detalle casi surrealista—, son tácticas de guerra psicológica que buscan minar la moral. He comprobado que este tipo de acciones, aparentemente menores, pueden ser tan efectivas como un ataque directo para desestabilizar una misión.
La acusación de Israel sobre vínculos con Hamás y la oferta de descargar la ayuda en Ashkelon es un guion que se repite. La historia, incluyendo el trágico asalto al Mavi Marmara en 2010 donde murieron diez activistas, demuestra la férrea determinación israelí de mantener el bloqueo. La advertencia de la Unión Europea y el llamado a una investigación por parte de la ONU son respuestas esperadas, pero la verdadera prueba, como he visto una y otra vez, estará en las acciones concretas que sigan y en la presión diplomática real que se ejerza. La saturación de los sistemas del Ministerio de Exteriores italiano con un bombardeo de correos es un recordatorio de cómo el activismo digital y el conflicto físico están hoy inextricablemente unidos.
La flotilla, con su carga simbólica, navega en aguas mucho más profundas que las del Mediterráneo. Navega en las turbulentas corrientes de un conflicto que ha costado decenas de miles de vidas y ha sumido a la Ciudad de Gaza en la hambruna. Este último intento de romper el bloqueo, el más ambicioso en años, evidencia que la crisis humanitaria ha alcanzado un punto donde la desesperación impulsa acciones de alto riesgo. La lección más dura que me ha dejado este conflicto es que, sin una voluntad política genuina de abordar las causas raíz, las flotillas de ayuda, por valientes que sean, seguirán siendo un paliativo temporal en un mar de sufrimiento perpetuo.