Con el estruendo de las explosiones rompiendo el silencio del amanecer en Kiev, una realidad cruda se impone una vez más: la guerra no da tregua, ni siquiera en vísperas de diálogos cruciales. Este sábado, las fuerzas rusas desplegaron un ataque combinado de misiles balísticos, incluidos los temidos hipersónicos Kinzhal, y enjambres de drones contra la capital ucraniana. El balance, más allá de las frías cifras de al menos un fallecido y 27 heridos, es el de una ciudad nuevamente traumatizada y una infraestructura civil, especialmente la energética, golpeada con saña.
He cubierto conflictos por años, y hay un patrón que se repite: las grandes ofensivas aéreas suelen ser un mensaje político tan potente como militar. Este bombardeo, ocurrido a escasas horas de la reunión entre el presidente Volodymyr Zelenskyy y su homólogo estadounidense Donald Trump, no es una coincidencia. Es la firma de Moscú en el tablero, una forma de recordar su poder destructivo y negociar desde una posición de fuerza. El Kremlin, en un video cuidadosamente orquestado, mostró a Vladímir Putin en uniforme recibiendo informes de avances en el frente, afirmando que se alcanzarán los objetivos “por medios militares” si no hay solución pacífica. La experiencia enseña que estas imágenes son tan importantes como los misiles; buscan minar la moral y proyectar una inevitabilidad que rara vez es absoluta.
La narrativa oficial rusa habla de blancos militares e infraestructura ligada al esfuerzo bélico. Pero en el terreno, la tragedia tiene rostro humano y dirección. Más de diez edificios de viviendas fueron alcanzados. Olena Karpenko, de 52 años, relató con voz quebrada el horror de escuchar los gritos de un hombre atrapado en las llamas. “Aún puedo escuchar sus gritos”, dijo. Es en estos testimonios donde se pierde toda la retórica estratégica. Los equipos de emergencia rescataron personas de los escombros en Vyshgorod, mientras en Kiev, distritos como Darnytsia, Obolon y Holosiiv ardían. La compañía energética DTEK reportó cortes extensivos, sumiendo a cientos de miles en la oscuridad y el frío, una táctica desgastante que conozco bien de inviernos anteriores.
Más allá del humo y el ruido, la partida diplomática se tensa. Zelenskyy, tras reunirse en Canadá con el primer ministro Mark Carney —quien anunció 1.800 millones en asistencia económica—, enfatizó que este ataque es “la respuesta de Rusia a nuestros esfuerzos de paz”. Su prioridad en la cumbre con Trump serán las garantías de seguridad bilaterales, un concepto que aspira a replicar la protección del Artículo 5 de la OTAN. He analizado docenas de borradores de acuerdos de paz; el diablo siempre está en los detalles, y aquí el más espinoso son las concesiones territoriales. Zelenskyy fue categórico: Ucrania no reconocerá la anexión de Donetsk, Zaporiyia o la central nuclear “bajo ninguna circunstancia”. Es una línea roja que, desde mi perspectiva, define la misma soberanía del país.
Mientras, la guerra se expande en su ecosistema. Polonia desplegó aviones de combate y cerró aeropuertos fronterizos, una muestra de cómo la inestabilidad se contagia. Rusia afirmó haber derribado casi 150 drones ucranianos sobre su territorio, en un intercambio de golpes que no conoce fronteras. El Estado Mayor ucraniano desmintió los “éxitos” rusos anunciados, calificándolos de “afirmaciones falsas”, en la batalla paralela de la información.
La lección que deja esta jornada violenta es antigua pero vigente: en los conflictos asimétricos, la capacidad de resistir y reconstruirse día a día es un frente de batalla en sí mismo. Cada edificio reparado, cada línea eléctrica restaurada, es un acto de defensa. La reunión de Florida ocurrirá bajo la sombra de este ataque, recordándole a todos que cualquier palabra sobre paz se escribe, por ahora, con el estruendo de las sirenas de fondo.














