En un giro magistral de la lógica gubernamental que Jonathan Swift envidiaría, los guardianes de la frontera norteamericana han demostrado que su celo por hacer cumplir normativas migratorias supera incluso al sentido común más básico. Mientras el estado de Washington ardía en llamas, la Patrulla Fronteriza ejecutó su operación más brillante: capturar a un peligroso pirómano que, irónicamente, intentaba apagar el fuego.
Rigoberto Hernández Hernández, un joven de 23 años cuyo crimen fue nacer en el lugar equivocado pero amar el correcto, se encontraba cortando vegetación inflamable cuando fue interceptado por agentes federales. Su herramienta de trabajo -una motosierra- fue evidentemente confundida con un arma de destrucción masiva vegetal.
Los abogados del Innovation Law Lab, esos idealistas que todavía creen en conceptos arcaicos como “derechos humanos”, alegan que arrestar a bomberos durante emergencias nacionales viola políticas del Departamento de Seguridad Nacional. Pero ¿qué saben ellos comparado con la brillantez burocrática de detener a quienes combaten incendios forestales?
La subsecretaria Tricia McLaughlin aclaró magnánimamente que estos hombres no eran realmente bomberos, sino simples leñadores con complejo de héroe. “La respuesta de extinción de incendios se mantuvo ininterrumpida”, declaró, omitiendo mencionar que quizás habría sido más eficiente si sus agentes no estuvieran ocupados deteniendo al personal de apoyo.
El colmo del absurdo llegó cuando los defensores legales presentaron una petición de hábeas corpus -ese incómodo documento que insiste en que el estado debe justificar por qué encarcela a las personas-. Fernández Ortega, el abogado defensor, incluso tuvo el descaro de mencionar que la familia del joven sufrió “angustia” durante las 48 horas que el sistema no pudo localizar al detenido. ¡Como si el aparato estatal tuviera obligación de saber dónde guarda a sus prisioneros!
La ironía suprema: Hernández, hijo de trabajadores agrícolas migrantes, criado entre Oregon, Washington y California mientras sus padres alimentaban al país, ahora es encerrado por el mismo sistema que se benefició de su labor. Había encontrado su vocación como bombero forestal, realizando ese trabajo ingrato de proteger comunidades que probablemente votaron por políticas migratorias “duras”.
Mientras el incendio de Bear Gulch consumía 75 kilómetros cuadrados, el verdadero fuego que ardía era el de la sinrazón institucional. La Patrulla Fronteriza, en su infinita sabiduría, demostró que un papel migratorio vale más que mil hectáreas forestales salvadas.
En el gran teatro del absurdo americano, los héroes son encarcelados mientras las llamas devoran el país literal y metafóricamente. Orwell lo llamaría “doble pensamiento”. Nosotros lo llamamos política fronteriza contemporánea.