Internacional
El crucero de la discordia repatriando héroes de salón
Un crucero se convierte en el salvavidas irónico para israelíes atrapados en el limbo geopolítico.

En un giro tragicómico que solo la geopolítica del siglo XXI podría concebir, cientos de israelíes descubrieron que la ruta más segura hacia su patria en llamas no era un avión (demasiado siglo XX), sino un crucero de lujo reconvertido en arca de Noé posmoderna. El Crown Iris, otrora dedicado a festines y bailes bajo las estrellas, se transformó de la noche a la mañana en el chárter de la desesperación nacionalista, navegando valientemente los 270 kilómetros que separan el mojito chipriota de los misiles iraníes.
Entre los pasajeros, David Agami, padre de seis futuros reclutas, filosofaba entre sollozos: “Si es tu momento, es tu momento”. Una reflexión existencial que, casualmente, nunca aplica a los hijos de los ministros que dictan las guerras desde sus búnkeres con jacuzzi. Mientras tanto, en primera clase, el rabino Raskin hacía malabares estadísticos: 6,500 israelíes varados equivalen exactamente a 6,500 votantes potenciales para el próximo candidato que prometa bombardear algo.
La joya de la corona fue el testimonio de Hanit Azulay, residente de Haifa, quien declaró con un estoicismo digno de Spartacus: “Estamos acostumbrados a los misiles”. Qué alivio saber que la resiliencia humana puede normalizar hasta el apocalipsis, siempre que ocurra con la frecuencia adecuada entre comerciales de televisión.
Mientras el crucero avanzaba hacia el horizonte bélico, los doctores Fox (sí, ese es su real apellido) perfeccionaban su discurso entre lágrimas y currículums: “Queremos ayudar como médicos”. Noble gesto, aunque uno se pregunta si en Gaza habrían recibido el mismo crucero de repatriación. Pero cuestionar estas ironías sería tan grosero como pedir sushi kosher en medio de un intercambio nuclear.
Así culmina esta farsa mediterránea donde los civiles juegan a ser héroes, los hospitales son blancos legítimos, y la única verdad incuestionable es que, en el gran teatro de la guerra, el mejor asiento sigue siendo un camarote con vista al abismo.

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