Internacional
El funicular de la muerte, monumento nacional al absurdo turístico
La postal idílica se resquebraja, revelando el absurdo tras la fachada de un ícono convertido en trampa mortal.

El funicular de la muerte, monumento nacional al absurdo turístico
En un sublime acto de performance urbana, el célebre artilugio amarillo y blanco de Lisboa, ese santuario móvil dedicado al culto del turista, decidió finalmente liberarse de los rails de la monotonía. No contento con ser un mero monumento nacional, aspiró a convertirse en una alegoría monumental de la precariedad disfrazada de encanto vintage.
El presidente, en un ejercicio protocolario de precisión milimétrica, ofreció sus más sentidas condolencias, ese lubricante social que engrasa la maquinaria de la tragedia para que el engranaje del negocio turístico no sufra ningún percance. Las familias afectadas recibirán, sin duda, un lugar privilegiado en la narrativa oficial de la ciudad, siempre y claro, no afecte a las cifras récord de los 8.5 millones de visitantes del año pasado.
El Elevador da Gloria, técnicamente un funicular pero espiritualmente una trampa mortal con estatus de reliquia, yacía finalmente en libertad, descansando sobre su costado como un animal exótico agotado de cargar con el peso de tanto selfie y tanto like. Su flanco, elegantemente abollado tras un encuentro íntimo con la arquitectura local, añadía ese toque de autenticidad dramática que tanto busca el viajero moderno.
La causa del accidente permanece, convenientemente, en el misterioso reino de lo imprevisible. ¿Acaso importa? Ocurrió en la hora punta, ese momento mágico en el que los residentes se atreven a mezclarse con los visitantes en un incómodo baile de usos y prioridades. El vehículo, bautizado con la irónica gracia de Gloria, demostró que puede transportar mucho más que 40 almas; puede llevar, de un solo viaje, una carga crítica de paradoja y desengaño.
Clasificado como monumento nacional, cumplió con creces su deber: nos recordó que a veces veneramos los símbolos de nuestro pasado hasta el punto de sacrificarle nuestro presente. Lisboa, la ciudad que vive y muere por el turismo, recibió ayer la visita no deseada de la más cruda e incómoda de las atracciones: la realidad.

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