El Gran Desfile de las Ruedas en el Malecón de la Utopía

Con el telón de fondo del Malecón de La Habana, ese muro histórico que contiene más sueños que marejadas, una multitudinaria procesión de ciudadanos se congregó para venerar a los nuevos dioses del asfalto: los patines. No era un simple maratón; era un sublime acto de fe en el movimiento horizontal, en un país donde el progreso vertical es una herejía.

Saltos, vueltas y estratégicas caídas sacudieron el espacio bautizado como “La Piragua“, una ironía geográfica en la capital cubana, donde la verdadera travesía marítima es un privilegio de pocos. Las competencias tenían nombres en inglés —”skate cross“, “speed slalom“—, un dialecto global adoptado con fervor, quizás porque en el léxico local no existen términos para “esquivar obstáculos a gran velocidad” sin connotaciones políticas.

La mayoría de los devotos eran jóvenes, un ejército de ilusos entrenados por instituciones de deportes para dominar el arte del equilibrio sobre ocho ruedas, habilidad que, sin duda, les será de inmensa utilidad para navegar las inestabilidades de la economía planificada. Otros, simples feligreses sin formación, acudieron al ritual para convertir sus piernas en ruedas, en un acto metafísico de transformación: de peatones estáticos a ciudadanos en fuga perpetua, aunque sea en círculos. A su alrededor, las familias los alentaban, soñando con que el viento que rozaba a los patinadores se llevara, de paso, los viejos fantasmas del racionamiento.

El Gran Éxodo Controlado: Crónica del Havana Skate Marathon

Este es el quinto año del encuentro, un evento que concluye con una gran carrera a lo largo del Malecón, frente a la impresionante vista del mar y del Castillo del Morro. Qué apropiado: competir frente a una fortaleza que antaño defendía la isla de invasores, mientras hoy los jóvenes sueñan con invadir el horizonte.

Fueron los sagrados 42 kilómetros —seis vueltas— con más de 500 participantes, explicó un organizador. Incluía invitados de Colombia y México, porque nada dice “revolución deportiva” como la importación de talento foráneo para darle brillo a la fiesta local. El año pasado el evento tuvo nivel internacional, pero en esta ocasión se reconvirtió en actividad popular. Una sabia decisión: ¿para qué traer a la élite mundial cuando se puede exhibir el heroísmo doméstico de patinar sobre calles que la élite mundial evitaría?

“Havana Skate nació para hacer competencias de alto rendimiento, pero ha evolucionado a lo urbano”, declaró el organizador. “Se convierte en una fiesta“. He aquí la dialéctica materialista aplicada al patinaje: la tesis del rendimiento, la antítesis de la calle, y la síntesis en una fiesta. Una metáfora perfecta de la propia isla, donde los proyectos grandiosos siempre evolucionan, por necesidad, hacia la pura celebración de la supervivencia.

La Nueva Disciplina Revolucionaria: Patinar para No Pensar

“Vemos niños que han crecido en este ambiente, familias que vienen”, agregó el gurú del patinaje. “Jóvenes que ‘pateaban por la calle’ y ahora están vinculados a una forma de recreación y disciplina”. ¡Eureka! El problema de la juventud ociosa resuelto no con empleos o universidades, sino con conos de slalom y medallas de hojalata. Es una disciplina maravillosa: te enseña a seguir un carril, a esquivar obstáculos predecibles y a caerte con estilo, lecciones vitales de incalculable valor.

Para los neófitos, el evento los ayuda a desarrollarse, según su propio testimonio. Se desarrollan hacia adelante, en línea recta, un concepto radical en una sociedad acostumbrada a los giros en U de la historia.

“Para mí es muy bonito; inspira a muchos muchachos”, confesó Yohanli Gutiérrez, de 22 años, quien cuando no vuela sobre el asfalto trabaja en una fábrica de pinturas. El joven, campeón en salto con 1,30 metros de altura, mostró orgulloso su medalla. He aquí al hombre nuevo: capaz de elevarse un metro treinta sobre la realidad, gracias a un impulso sobre ruedas, antes de volver a caer, suavemente, en su fábrica de pinturas. Un salto tan alto como las contradicciones que lo rodean: la libertad del deporte frente a la gravedad de lo cotidiano, el horizonte infinito del mar frente al muro tangible del Malecón. Él, su medalla, su novia y su madre sonriendo: el retrato perfecto de una juventud que ha aprendido a saltar, porque volar, todavía, no está permitido.

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