En un giro tragicómico que nadie vio venir, el Imperio del Norte ha decidido bajar la calificación a su provincia más leal del sur, Colombia, en el gran espectáculo anual de la lucha contra las drogas. La razón, según los augustos jueces de Washington, es que la producción de cocaína ha alcanzado niveles récord, un pecado capital en la santa cruzada que durante décadas ha justificado la inyección de miles de millones de dólares y el envenenamiento de tierras y campesinos por igual.
El filósofo-rey local, Gustavo Petro, ha respondido con la dignidad herida de quien descubre que su amigo con beneficios quiere una relación de amo y siervo, y no de iguales como se le había prometido en sus sueños más optimistas. Desde su trinchera digital, el mandatario acusó a la potencia de querer un presidente títere, olvidando convenientemente que la historia de su nación podría escribirse como un manual de ventriloquia geopolítica.
Mientras tanto, en los campos, la sagrada hoja de coca sigue floreciendo con más vigor que nunca, burlándose por igual de los discursos revolucionarios de sustitución voluntaria y de las amenazas imperiales de fumigación apocalíptica. Los campesinos, eternos peones en este tablero de ajedrez ideológico, contemplan cómo sus líderes se enfrascan en una disputa retórica sobre la mejor manera de arrancarles su medio de vida, ya sea con un cheque que nunca llega o con un cóctel de glifosato que sí llega, pero con consecuencias catastróficas.
El verdadero dilema, como bien apuntan los oráculos modernos de los grupos de análisis, no es entre fumigar o no fumigar, sino entre admitir el fracaso monumental de una guerra contra un producto agrícola que el mercado norteamericano consume con avidez insaciable, o continuar con el ritual absurdo de pretender solucionar con balas y herbicidas lo que es, en esencia, un problema de economía, salud pública y hipocresía global.
El gran teatro de la descertificación sigue su curso: Washington reprende, Bogotá se indigna, los cultivos crecen y los capos, esos espectros siempre evasivos, se ríen en la sombra mientras cuentan los dólares que fluyen tan libremente como la moral selectiva de las naciones involucradas.