El huracán que desnudó la farsa del progreso moderno
En un espectáculo de modestia ciclónica, el huracán Imelda realizó el jueves su performance de categoría 2 sobre Bermudas, limitándose a derribar algunos árboles decorativos y jugar al dominó con el tendido eléctrico, como si fuera un crítico de arte ebrio evaluando la infraestructura colonial.
El primer ministro David Burt, en un alarde de optimismo burocrático, declaró con solemnidad: “No ha habido daños considerables y, lo más importante, no se han reportado víctimas”. Una afirmación que sin duda consolará a los dieciocho mil súbditos que contemplaban las estrellas desde sus salones, gracias al apagón generalizado que Imelda había regalado como bonus turístico.
El protocolo de emergencia se activó con precisión suiza: cien soldados desplegados para defender al archipiélago contra la amenaza de… ¿ramas caídas? Mientras las escuelas y oficinas cerraban sus puertas con celo preventivo, uno podría preguntarse si no era más peligroso el aburrimiento ciudadano que el propio meteoro.
Imelda, compadecida de tanto dramatismo, se transformó en un inofensivo ciclón postropical y se alejó discretamente hacia el Atlántico, probablemente avergonzada por haber interrumpido el té de las cinco. El aeropuerto, ese templo de la movilidad global, reabrió sus puertas con la urgencia de quien teme perder un dólar por cada minuto de inactividad.
Mientras tanto, en el Caribe, el mismo fenómeno atmosférico había demostrado su capacidad discriminatoria: en Cuba cobró dos vidas y en Haití dejó desaparecidos y heridos, como recordatorio de que la furia natural siempre respeta más los códigos postales privilegiados.
Los meteorólogos británicos, con esa obsesión nominalista tan característica del imperio, bautizaron los restos de Humberto como “tormenta Amy”, enviándola cual castigo divino hacia Irlanda y el Reino Unido. Parece que la naturaleza ha aprendido por fin a respetar las antiguas rutas comerciales del Commonwealth.
Los expertos, esos augures modernos que leen las entrañas de los satélites, advirtieron sobre la persistencia de condiciones atmosféricas favorables para nuevos ciclones. Alex DaSilva de AccuWeather profetizó con grave solemnidad que deberíamos esperar más tormentas hasta noviembre, como si el clima tropical hubiera descubierto el concepto de temporada alta.
La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, en su frívola adicción a las estadísticas, había pronosticado esta temporada con la precisión de un horóscopo: entre trece y dieciocho tormentas con nombre, de las cuales cinco a nueve se convertirían en huracanes. Un rango tan amplio que incluiría desde una brisa molesta hasta el apocalipsis bíblico.
En este gran teatro atmosférico, donde los huracanes son los actores principales y los humanos meros espectadores atónitos, queda claro que nuestra vulnerabilidad tecnológica es proporcional a nuestra arrogancia civilizatoria. Mientras debatimos categorías y protocolos, la naturaleza sigue escribiendo su crítica más mordaz con vientos de 178 kilómetros por hora.