El sublime arte de negociar la paz mientras se incendia el mundo
KIEV, Ucrania — En un alarde de genialidad burocrática que haría palidecer a los más finos burócratas de Los papeles del diablo, los augustos redactores de la paz mundial han producido unos borradores iniciales que, oh milagro, cumplen con “casi el 90%” de las demandas de una de las partes. El presidente Volodymyr Zelenskyy, en un ejercicio de modestia cósmica, declaró que el documento parece “bastante sólido en esta etapa”, una etapa que curiosamente coincide con el cuarto aniversario de una carnicería que ha reducido ciudades a escombros y vidas a estadísticas.
“Hay algunas cosas para las que probablemente no estamos listos, y estoy seguro de que hay cosas para las que los rusos tampoco están listos”, musitó el mandatario con la tranquilidad de quien discute el menú de una cena de gala, y no los términos para detener una conflagración continental. La sublime filosofía que subyace a esta declaración —la mutua falta de preparación como cimiento para la concordia— es, sin duda, material para una nueva escuela de pensamiento diplomático.
Mientras tanto, el enviado estadounidense, un caballero cuyo nombre suena a personaje de una sátira de espías de los años 70, celebraba conversaciones “productivas y constructivas” bajo el sol de Florida. Qué maravilloso contraste: mientras en las cálidas salas de reuniones se degustan cafés y se intercambian folios, en las gélidas estepas la “productividad” se mide en drones derribados y terminales petrolíferas convertidas en hogueras rituales para apaciguar a los dioses de la guerra.
La columna vertebral del acuerdo, nos informan con solemnidad, es un plan de 20 puntos. Veinte mandamientos modernos tallados no en piedra, sino en la fugaz arena de la conveniencia geopolítica. Incluye perlas como mantener un ejército ucraniano de 800,000 almas en “tiempo de paz” —un concepto tan elástico que podría incluir el bombardeo ocasional del vecino— y la promesa etérea de una membresía en la Unión Europea, ese club exclusivo donde la burocracia es el verdadero idioma oficial.
La pieza maestra del absurdo es, sin embargo, la cláusula de seguridad: fuerzas europeas, capitaneadas por Francia y el Reino Unido y con un “respaldo” de Washington, asegurarán “la seguridad de Ucrania en el aire, en tierra y en el mar”. Uno no puede evitar visualizar un sublime ballet militar donde soldados franceses, con boina y baguette bajo el brazo, custodian el aire; marines británicos, tomando té a las cinco, patrullan el mar; y todo bajo la benévola mirada —nunca intervención directa, eso sería de mal gusto— del Tío Sam desde su palco VIP.
Para que este teatro de lo grotesco alcance su plenitud, el documento bilateral con los Estados Unidos debe ser revisado por el Congreso estadounidense, esa cámara de ecos donde las ideas van a morir de tedio o partidismo, y mantener algunos anexos “clasificados”. Porque nada construye una paz duradera como los secretos y las cláusulas ocultas, legado de una tradición diplomática que honra más a Maquiavelo que a Gandhi.
Y mientras los enviados susurran en salones alfombrados, la realidad, esa maleducada, sigue su curso. Las fuerzas ucranianas, en un acto de puro vandalismo contra la narrativa de paz, se entretienen bombardeando oleoductos y cazas rusos. Moscú, por su parte, responde con la elegancia que le caracteriza: intentando sumir en la oscuridad y el frío a la población civil ucraniana, una táctica tan refinada que solo puede describirse como “convertir el invierno en arma”. Una poesía bélica digna de los peores versos.
El asesinato de un general con un coche bomba en la capital rusa —atribuido por los investigadores, con esa certeza que solo da la conveniencia, a Kiev— es el toque final, la guinda en este pastel de sinsentidos. Es la prueba definitiva de que, en el gran cirso de la geopolítica, los malabaristas de la diplomacia y los trapecistas del terror pueden actuar en la misma pista, ante el mismo público atónito, sin que el espectáculo se detenga ni un segundo.
Así, damas y caballeros, avanzamos. Con un borrador de paz en una mano y un detonador en la otra. Negociando la vida en párrafos mientras la muerte vuela en enjambres de 86 drones. Es el progreso humano en su máxima expresión: hemos perfeccionado el arte de discutir el futuro mientras incineramos el presente. Una obra maestra de la estupidez institucionalizada, representada sin pausa para un planeta que hace tiempo dejó de aplaudir.














